CRIMEN EN DIRECTO





CRIMEN EN DIRECTO
CAMILLA LÄCKBERG
(Trad. Carmen Montes Cano)
Ed. Maeva, Madrid, 2011



-¿No piensas dejarte ya de tonterías?

Jonna cerró los ojos. La voz de su madre sonaba siempre tan dura y tan acusadora por teléfono…

-Tu padre y yo hemos estado hablando y pensamos que es una irresponsabilidad inaudita por tu parte malgastar tu vida de ese modo. Además, tenemos que mirar por nuestra reputación en el hospital. Debes comprender que no eres tú sola la que hace el ridículo, ¡nosotros también!

-Ya sabía yo que algo tendría que ver esto con el hospital- murmuró Jonna.

-¿Qué dices? Tienes que hablar un poco más alto, Jonna, no oigo lo que dices. Ya tienes diecinueve años, deberías haber aprendido a expresarte bien a estas alturas. Y te diré que los últimos artículos que publicaron los diarios no nos han gustado lo más mínimo. La gente empieza a preguntarse qué clase de padres somos. Y debes saber que hemos hecho lo que hemos podido. Pero tu padre y yo tenemos una misión importante que cumplir y tú ya eres mayor, Jonna, lo bastante para comprenderlo y para demostrar un poco de respeto por lo que hacemos. ¿Sabes? Ayer operé a un niño ruso que sufría un grave fallo cardíaco. En su país no podía recibir la atención quirúrgica que necesitaba, pero ¡yo le ayudé! Le ayudé a sobrevivir, a vivir una vida digna. En mi opinión, deberías mostrarte un poco más humilde ante la vida, Jonna. Tú has vivido una existencia sin problemas. ¿Te hemos negado algo alguna vez? Siempre has tenido ropa, techo y comida. Piensa en todos los niños que no lo han pasado ni la mitad de bien que tú, ¿qué digo la mitad?, ni una décima parte. A ellos les habría gustado estar en tu pellejo. Y, desde luego, a ellos no se les han ocurrido esas tonterías de autolesionarse y cosas de ésas. ¿Sabes? Yo creo que eres una persona egoísta, Jonna, y que ya es hora de que madures. Tu padre y yo pensamos…

Jonna colgó el auricular y se desplomó hasta quedar sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. La ansiedad crecía sin cesar hasta que sintió como si quisiera subir y salirle por la garganta. Llenó cada milímetro de su cuerpo, como si fuera a estallarle dentro. La sensación de no tener adónde ir, ningún lugar al que huir, se adueñó de ella como en tantas ocasiones anteriores y, con mano temblorosa, fue a sacar la cuchilla que siempre llevaba en el monedero. Los dedos le temblaban de forma tan incontrolada que se le cayó al suelo. Lanzó una maldición y trato de recuperarla. Se cortó los dedos varias veces pero, tras unos cuantos intentos lo consiguió y se la llevó despacio hacia la cara interior del brazo derecho. Fijó la vista en la cuchilla con la máxima concentración mientras la hundía en la piel escoriada, cubierta de cicatrices, que parecía un paisaje lunar de carne rosa en algunas zonas y blanca en otras, surcada por pequeños ríos de color rojo. Cuando empezaron a brotar las primeras gotas de sangre, sintió que la angustia cedía. Apretó más fuerte y el hilillo rojo se convirtió en una corriente bombeante. Jonna la observó con una expresión de alivio. Levantó la cuchilla otra vez y dibujó otro río entre las cicatrices. Luego, alzó la cabeza y le sonrió a la cámara. Casi parecía feliz. Págs. 320-322.



Cuando iba a Italia a ver a la familia y los amigos, todos acostumbraban a hacerle siempre las mismas preguntas. ¿Cómo podía vivir a gusto en el frío norte? ¿No eran los suecos una gente muy rara? Por lo que ellos sabían, siempre estaban encerrados en sus casas y apenas hablaban con nadie. Además, no sabían entendérselas con el alcohol: bebían como esponjas y siempre se emborrachaban. ¿Cómo quería vivir allí?

Silvio solía dar un trago de un buen vaso de vino tinto y contemplar unos segundos los olivares de su hermano antes de responder:

-Los suecos me necesitan.

Y, de hecho, era lo que sentía. Cuando, treinta años atrás, partió rumbo a Suecia, le pareció una aventura. La oferta de un trabajo temporal que le hizo la comunidad católica de Estocolmo le brindó la oportunidad que siempre había buscado, la oportunidad de conocer un país que siempre se le había antojado mítico y extraordinario. Una vez allí, quizá no le resultó tan extraordinario. Y era verdad que, el primer invierno, estuvo a punto de morir de frío, hasta que aprendió que, para salir a la calle en enero, debía ponerse tres capas de ropa. Pese a todo, fue un amor a primera vista. Se enamoró de la luz, de las comidas, de la fría apariencia y el interior ardiente de los suecos. Aprendió a apreciar y a comprender sus pequeños gestos, lo obsequioso de sus comentarios, la amabilidad discreta de que hacían gala los rubios hombres del norte. Aunque esto último no era del todo cierto. En realidad, se quedó muy sorprendido cuando aterrizó en tierra sueca y comprobó que no todos los suecos eran rubios de ojos azules. Pág. 360

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