EL AÑO DE LA LIEBRE
EL AÑO DE LA LIEBRE
ARTO PAASILINNA
(Trad. Ursula Ojanen y Juan Carlos Suñén)
Ediciones de la Torre, Madrid, 1998
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Los dos hombres
que viajaban en el coche parecían angustiados. El sol poniente les hería los
ojos a través del parabrisas polvoriento. Era pleno verano, época de San Juan,
y el paisaje estival finlandés se deslizaba ante la mirada fatigada de los
hombres, paralelo al apartado camino de arena, sin que ninguno de los dos
prestase atención a la hermosura de la tarde.
Se
trataba de un periodista y de un fotógrafo en viaje de trabajo: dos seres
infelices y cínicos. Estaban cerca de la edad madura y las esperanzas que en su
juventud habían puesto en el futuro no se habían cumplido satisfactoriamente,
ni mucho menos. Ambos eran maridos engañados y desengañados; su vida diaria se
construía en torno a sendas úlceras por venir, y a un sinnúmero de otras
pequeñas preocupaciones de todo tipo. Pág. 7
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A Vatanen no le
gustaba su mujer. Era una mala mujer, había sido mala o, mejor dicho, egoísta
desde que se casaron. No dejaba de comprarse vestidos feos, feos y poco
prácticos, que se cambiaba constantemente porque al final ni a ella misma
acababan de gustarle. Hubiera cambiado también a Vatanen si hubiese podido
hacerlo con la misma facilidad.
Al
comienzo del matrimonio la mujer había empezado a ahorrar sistemáticamente para
la casa: su nido. Entre tanto, ésta se iba convirtiendo en una extraña mezcla
de distintas ideas de revista de decoración, en algo superficial y de mal gusto
donde reinaba, entre grandes carteles y sillones de módulos, un radicalismo
aparente. En las habitaciones resultaba difícil moverse sin golpearse con algo.
Todo el mobiliario resultaba inarmónico. Y la cara era el perfecto reflejo de
su matrimonio.
Una
primavera la mujer se quedó encinta, pero se ocupó de abortar lo más
rápidamente posible. La cuna del bebé arruinaría la decoración, eso había
dicho, pero el verdadero motivo había llegado a los oídos de Vatanen después
del aborto: el niño no era suyo.
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¿Tienes celos de un feto, bobo? –dijo la mujer cuando él sacó a relucir el
tema. Pág 14
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Vatanen subió al
autobús de Heinola. Uno no puede quedarse para siempre en un pueblo, por muy
agradable que sea, si no tiene nada que hacer allí.
Con
la liebre en una cesta, Vatanen fue a sentarse a los asientos de atrás, donde
algunos campesinos fumaban sus cigarrillos. Cuando vieron al animalito
comenzaron a conversar sobre él. Acordaron que este verano había más lebratos
de lo normal y discutieron sobre si éste sería macho o hembra. Preguntaron a
Vatanen si tenía pensado matar a la liebre y comérsela cuando hubiese alcanzado
su tamaño adulto. Él contestó que no eran ésas sus intenciones, a lo que
respondieron que nadie se comería a su propio perro, y que a veces era más
fácil que rer a un animal que a una persona. Pág. 17
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Y fue como en un
cuento: los árboles en llamas iluminaban la noche, semejantes a enormes flores
rojas flameando a ambos lados del río. El calor se hizo tan insoportable que
los dos hombres tuvieron que sumergirse en el agua, de modo que sólo sus
cabezas quedaron expuestas al refulgir del incendio. Tenían con ellos el bidón,
y dieron buena cuenta de lo que quedaba en él mientras contemplaban,
apasionados, el descomunal y destructor espectáculo de la naturaleza. Pág. 49.