UN VAGABUNDO TOCA CON SORDINA





UN VAGABUNDO TOCA CON SORDINA
KNUT HAMSUN
(Traducción Pedro Camacho y Luis Molins)
Ediciones G. P. Barcelona, 1968


Así me contó Rug aquel suceso, y, mientras lo contaba, me miraba a los ojos con toda tranquilidad. No son asesinatos lo que propongo relatar, sino alegrías, y penas, y amor. Y el amor es tan violento y peligroso como la pasión homicida. Esta mañana, al vestirme, pensaba: “Ya verdean todos los bosques. Ya la nieve se funde en las montañas; los rebaños encerrados en los establos quieren salir y en las casas de los hombres las ventanas se abren de par en par”. Entreabro yo mi camisa y dejo que el viento acaricie mi piel y siento que el influjo de las estrellas y una turbulencia desenfrenada se adueñan de mi alma. Es un momento como yo he vivido otros hace muchos años, cuando era joven y más fogoso que hoy. Acaso exista en el Este o en el Oeste, he pensado hoy, un bosque en el que un viejo pueda sentirse tan feliz como un joven. Hacia allí voy. Pág. 155


“Tal plenitud de esperanza presupone cierta tontería –pensaba yo-. Hay que ser algo imbécil para estar siempre satisfecho de la vida y esperar por añadidura algo bueno y nuevo”. Pág. 157


En la vejez, no se vive la vida; sólo nos mantenemos de pie por los recuerdos. Somos como cartas que se han expedido: no estamos ya en circulación, hemos llegado al destinatario. Queda por saber si nuestro contenido ha desencadenado tempestades de alegrías y de penas o si no hemos dejado impresión alguna. ¡Gracias a la existencia que se vivió alegremente! Págs. 158, 159.


Grindhusen había envejecido. Estaba tan estropeado como yo y ya ni se acordaba de aquellas noches alegres que pasamos en nuestra juventud. Él era el lobo pelirrojo entre los muchachos; pero ahora estaba muy castigado por la edad y por el trabajo. Ni siquiera sonreía. Si hubiese tenido un poco de aguardiente, acaso se hubiera reanimado; pero no lo tenía. En su juventud, Grindhusen era terco y camorrista; pero se había vuelto suave y sencillo. “Puede ser”, decía a cada momento. “Sí, tienes razón”, agregaba. Pero no lo decía porque fuese su opinión sino porque la vida le había vuelto endeble. Me dio lástima. ¡Es verdad que los años nos restan energías! Pág. 200


Aquel trabajo ni era serio ni me dejaba satisfecho. Consistía en andar, andar por la orilla del río, río arriba, río abajo, desenredar los pequeños montones y empujarlos hacia el agua. Y diariamente había de regresar a mi alojamiento de la ciudad. Sólo podía hablar con un hombre: el mozo del hotel del ingeniero, un mocetón enorme con ojos de niño. De pequeño se cayó y se rompió la cabeza, según decía, y sólo se consideraba apto para arrastrar y transportar bultos pesados. Aparte de él, no tenía nadie con quien hablar. ¡Ah! ¡La ciudad pequeña!
El río la divide en dos mitades, y cuando va crecido la ciudad es un bramido continuo. La gente que habita las casas de madera, a uno y otro lado, debe ganarse el pan de cada día. Entre los numerosos niños que pasan el puente y que van a hacer encargos a las tiendas, no hay ninguno que vaya excesivamente desarrapado ni ofrezca aspecto de miseria, y son todos niños hermosos. Hay también muchachas esbeltas, agraciadas y divertidas, que, a veces en sus ratos de ocio, se detienen en el puente a mirar los almadieros que están debajo sobre el montón de troncos, y, para ayudarles a levantarlos, cantan: “¡Oh! ¡Oooh!” Después revientan de risa y se dan golpes en los costados.
Pero no hay pájaros. Es extraño que no haya pájaros. En los días tranquilos, al ponerse el sol, el estanque del dique desplaza su superficie inmóvil y profunda: vuelan por encima mosquitos y mariposas y los árboles de la orilla se reflejan en ella, pero no hay pájaros en los árboles. Acaso se deba a que el estruendo de las aguas ahoga los demás ruidos, y los pájaros no se encuentran a gusto donde no pueden oírse cantar unos a otros. Pág. 203


No tengo nada que hacer y me sorprenden estas reflexiones que se me ocurren; hay aquí una casa vieja, de cerca de doscientos años de antigüedad: la del potentado Olsen Tur. Es de tamaño colosal, tiene dos pisos y ocupa en extensión un barrio entero; ahora se emplea como depósito militar. En la época en que fue edificada, existían aún árboles gigantescos en los alrededores; del grueso de tres veces la altura de un hombre bien constituido, duros como el hierro, impenetrables para el hacha. Y en el interior del edificio hay salas y celdas como en un castillo de guerra. Aquí reinaba el gran Tur como un príncipe.
Después vinieron otros tiempos, las casas dejaron de ser tan grandes, porque sí, y no se construyen solamente para servir de abrigo contra el frío y contra la lluvia, sino también para recrear la vista con su aspecto. Al otro lado del río, se conserva un viejo edificio arcaico, adornado de un mirador estilo Imperio, bien proporcionado, con columnas y frontispicio. No carece de defectos, pero es bello y se destaca como un templo blanco sobre la sierra verde. Cerca del mercado hay otra casa ante la cual me he detenido. La puerta de dos hojas, tiene aldabones antiguos y tableros estilo rococó, pero el cuadro de los tableros está estriado a estilo Luis VI. Sobre el adorno, encima de la puerta, se lee la fecha de 1795 en números árabes. Entonces se introdujo aquí el estilo de transición. Hubo en otros tiempos es esta ciudad personas que, sin el teléfono y sin el vapor, estaban al corriente de la moda.
Después se construyeron casas para preservarse de la nieve y de la lluvia, y nada más. Ya no fueron grandes, ya no fueron hermosas. Se trató únicamente de asegurar, al modo suizo, un albergue para la mujer y los hijos. Y así aprendimos de aquel pueblo suizo, que vive en las alturas de los Alpes, que durante toda su historia no ha sido nunca nada y no ha producido nunca nada, aprendimos, pues, a prescindir del aspecto que presenta a la vista una vivienda humana, con tal de que puedan utilizarla, los turistas ambulantes. ¿Para qué sirve que el edificio blanco de la sierra conserve algo de la calma y de la belleza de un templo? ¿Y qué sacamos con que la casa grande, la casa de los tiempos de Olsen Tur, se mantenga intacta todavía? Podía dejar el sitio a veinte colmenas humanas. De decadencia en decadencia, hemos llegado al fondo. Y ahora los remendones se alegran, no de que nos hayamos convertido todos en igualmente grandes, sino de que seamos todos igualmente pequeños. Así lo hemos querido. Págs. 204, 205.


Pero la ciudad es una muerte viviente. Una ciudad muerta es melancólica: quiere tener el aspecto de que vive. Lo mismo sucede en Brujas, la gran ciudad del pasado, y lo mismo en muchas ciudades de Holanda, de la América del Sur, del norte de Francia, de Oriente. Cuando nos encontramos por casualidad en una de esas ciudades pensamos para nuestros adentros: “¡Mira! Esta ciudad vivió en otro tiempo y aún hoy se ven pasar espectros por sus calles”. Pág. 207


Cada vez que recordaba el episodio de la tarjeta del capitán, todo mi interior se iluminaba de resplandores. ¿Por qué preocuparse más? Realmente, no valía la pena. Ni siquiera había seguido a la señora hasta la puerta. “Pero tú estabas allí, y allá estaba ella y recibías sobre ti aquel aliento que tenía sabor de carne. Venía ella de un mundo de tinieblas; no pertenecía a la tierra. ¿Recuerdas sus ojos?” Y todo daba vueltas en mí y tenía el corazón trastornado. Se estrellaban en mí, como olas, en un orden absurdo, nombres salvajes y tiernos, los nombres de los sitios de que acaso ella venía: ¿Uganda? ¿Tananarivo? ¿Honolulú? ¿Venezuela? ¿Atacama? ¿Eran versos? ¿Eran colores? No sabía yo cómo defenderme. Pág. 258


Un vagabundo toca con sordina cuando llega el medio siglo.
Entonces toca con sordina. Podría expresar este pensamiento de la manera siguiente: “Cuando se llega demasiado tarde en otoño al bosque en que crecen los frutos… ¡bueno!, se ha llegado demasiado tarde. Y si un día no se encuentra en disposición de mostrarse satisfecho y de reventar de alegría ante la vida, no se lo censuréis. Por otra parte, está fuera de duda que se necesita cierto grado de inanidad cerebral para vivir en una satisfacción permanente de sí mismo y de todo. Pero todo el mundo ha tenido buenos momentos. El preso, a quien, sentado en la carreta que le conduce al patíbulo, molesta un clavo del asiento, cambia de sitio y se encuentra mejor. Es absurdo que un capitán ruegue a Dios que le perdone… como él ha perdonado a Dios. Es pura majadería. Un vagabundo no encuentra todos los días alimento y bebida, trajes, zapatos, techo y lumbre preparados para sus necesidades, y si le falta toda esa esplendidez, experimenta un sufrimiento exactamente igual a la privación. Si una cosa no marcha, otra se arregla, no se trata de perdonar a Dios, sino de aceptar la responsabilidad. Hay que arrimar el hombro al golpe de la desgracia, mejor dicho, ha de inclinarse el hombro a este golpe. Produce algún dolor en la carne y en la sangre, y encanece el cabello; pero un vagabundo no deja de dar las gracias a Dios por una vida que, después de todo, fue muy alegre”. Págs. 277, 278.   






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