LA ÚLTIMA ALEGRÍA







LA ÚLTIMA ALEGRÍA
KNUT HAMSUN
(Traducción Pedro Camacho y Luis Molins)
Ediciones G. P. Barcelona, 1968


Al principio, había heno seco en la cabaña, que amablemente regalé a Madame. Para mi lecho coleccioné blandas ramas de pino, como se debe hacer. Poseo un hacha, una sierra y algunos cacharros necesarios. Tengo también un saco para dormir, hecho con piel de oveja y forrado con lana. Mantengo el fuego durante toda la noche; mi chaqueta, que está colgada cerca, huele por la mañana a resina. Cuando quiero hacer café, salgo fuera, lleno la caldera de nieve y la cuelgo sobre el fuego; así me proporciono el agua.
“¿Pero es vida eso?”
Te has expresado mal. Ésta es una vida que tú no puedes comprender. Tú tienes tu casa en la ciudad, sí, y la tienes adornada con figuras, y cuadros, y libros; pero además tienes una mujer, y criadas, y mil gastos. Cuando velas y cuando duermes, estás preocupado con estas cosas y nunca estás tranquilo. Aquí estoy tranquilo. Quédate tú con los bienes espirituales, los libros, el arte y los periódicos. Quédate también con el café y con el whisky, que por cierto siempre me hace daño. Yo ando a través de los bosques y me va bien. Si me haces preguntas espirituales y me quieres achicar, te contestaré que Dios es el origen y que los hombres sólo son puntitos y fibras del Universo. Tú tampoco sabes nada. Pero, si te obstinas y me preguntas qué es la eternidad, te contestaré, puesto que también he llegado a la misma conclusión que tú, que la eternidad no es más que tiempo aún no creado, nada más, tiempo aún no creado.
Amiguito, ven aquí, que voy a sacar un espejo del bolsillo para reflejarte el sol en la cara e iluminarte. Pág. 288


En la gran quinta reinaba ya la vida de primavera: hombres y animales estaban despiertos, en el establo; había durante todo el día incesante griterío y las ovejas pastaban fuera desde hacía tiempo. Estaba bastante apartado de la vecindad: uno o dos lugareños habían trabajado en un trozo de tierra en el bosque, y después lo habían comprado; por lo demás, todo lo que se veía pertenecía a la quinta. Se habían construido casas nuevas, por el aumento de viajeros que pasaban por la montaña. Desde las columnas de la puerta, cabezas de dragones miraban a Noruega amorosamente, y de la habitación, con chimenea, salía el son de un piano. ¿Te reconoces a ti mismo? Tú ya has estado aquí. La gente ha preguntado por ti.
“Buenos días”, otra vez “buenos días”; un agradable cambio de la soledad a la compañía. Pág. 309


Tropiezo con un río de hormigas, un tren de hormigas, viajeras afanosas. No hacen nada ni llevan nada, caminan. Retrocedo unos pasos para ver las primeras, para ver al guía, pero es inútil; retrocedo más y más, empiezo a correr, pero el tren, delante y detrás de mí, se ha hecho ya infinito. Es posible que empezaran a caminar hace una semana. Sigo mi camino, y las hormigas, el suyo, y así vamos caminando. Pág. 323


Yo permanecí inmóvil en mi sitio, entregado a mis reflexiones. Sus palabras estaban impregnadas de cierta dulzura cuando ella me dijo: “Sí, usted está muy silencioso”. ¿Buscaba en mí a través de mi lectura? Con toda seguridad, pues no era tonta. A todas luces, el tonto era yo, y nadie más; un hombre deportivo se habría enfadado conmigo; hay quien cultiva el deporte de la conquista y el deporte del amor, encontrándolos muy divertidos. No practiqué nunca deporte alguno. Amé y sufrí, fui loco y vehemente hasta donde me empujó mi temperamento; esto es todo cuanto hice; soy un hombre a la moda antigua. Y ahora permanezco aquí recluido en las sombras del atardecer, el atardecer de los cincuenta años.
¡Hay que terminar! Pág. 370


Aquí donde me ves, se está otra vez en la edad en que se vagabundea a favor de la luna. Treinta años ha, uno merodeaba también en noches de luna, caminaba por sendas cubiertas de nieve, que crujía bajo los pies en pleno campo helado, y buscaba refugio en chozas de paja y sin puerta, y partía a la caza del amor. Lo confieso francamente. ¡Gratos recuerdos! Pero no volverán aquellas noches de luna, bajo cuyo reflejo, Señor, leía yo sus cartas. Ya no recibo cartas como aquéllas. Pág. 391




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