GENEROSIDAD DE CORAZÓN
GENEROSIDAD DE
CORAZÓN
SELMA LAGERLÖF
Revista literaria
Novelas y Cuentos, Madrid, 1961
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Cuando estaba en lo más hondo de mi pena –siguió
diciendo- pedí a la señora permiso, un sábado por la tarde, para ir a mi casa a
pasar el domingo. Y al subir aquella tarde por la cuesta del Pantano Alto, iba
bien convencida de que no había de volver a Narlunda. Pero encontré a mis
padres tan contentos con saberme en tan buena colocación en una casa tan
considerada, que no me atreví a decirles que no podía continuar en ella.
Además, en cuanto me encontré de nuevo en el bosque, desaparecieron por
completo toda mi angustia, todas mis penas. Parecíame que todo aquello no había
sido más que una pesadilla. Y por último, el pequeño me entristecía. Mi madre
le había acaparado. Ya no era mío. Evidentemente, ello debía de ser así, pero
me costaba mucho trabajo acostumbrarme.
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Tal vez hasta nos echaste de menos –observó Gudmund.
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¡Oh, no! El lunes por la mañana, al despertarme, cuando
pensaba que tenía que volverme a marchar, me invadió de nuevo una terrible
añoranza. Lloraba y me torturaba, porque la única solución razonable era ir a
reanudar mi servicio; pero, de otra parte, me sentía mala, hasta loca, al
hacerlo. Entonces me acordé de pronto haber oído decir que, llevándose un poco
de ceniza del propio lugar para verterlo en el hogar extraño, se quedaba libre
de toda nostalgia.
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Por lo menos, era un remedio fácil de aplicar –dijo
Gudmund.
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Sí; pero había, a lo que parece, un inconveniente en
servirse de él; después, ocurría el caso de no poder ir a vivir en otra parte.
Si se dejaba el lugar adonde se había llevado las cenizas, atormentaba el deseo
de volver a él, tanto como antes el deseo de marcharse.
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¿Y no podría uno proveerse de un poco de ceniza a cada
nuevo cambio de lugar?
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No, no se puede hacer más que una sola vez. Así, pues,
era definitivo. De suerte que era grande el riesgo de emplear semejante
remedio.
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Yo no me hubiera atrevido nunca –dijo Gudmund, y bien
comprendía ella que se estaba burlando.
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Pues yo me atreví a pesar de todo –dijo Helga-. Era
preferible esto, que parecer ingrata con la señora Ingeborg y contigo. Me llevé
un poco de ceniza al marchar, y una vez en Narlunda aproveché la primera
ocasión en que no había nadie en la habitación para echarla en el hogar.
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Y ahora crees que son las cenizas las que te han
servido…
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Espera un poco y sabrás lo que sigue. Me puse
inmediatamente al trabajo, y no pensé más en las cenizas en todo el día. Experimentaba
la misma languidez que antes, y todo me disgustaba, como de costumbre. Había
mucho que hacer aquel día, tanto fuera como dentro de casa, y cuando por la
noche, después de terminada mi labor en el establo, me disponía a entrar, el
fuego ardía ya en el lar.
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Tengo mucha curiosidad por saber lo que sigue –dijo
Gudmund.
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Ya al cruzar el patio, me parecía reconocer claramente en
la llama del fuego a un antiguo amigo, y al abrir la puerta, tuve la sensación
rápida, pero precisa, de entrar en nuestra cabaña, en la que había de encontrar
a mis padres sentados al amor de la lumbre. Sí, todo esto lo sentía como en
sueños, pero al entrar me sorprendió grandemente encontrar que la habitación
tenía un aspecto tan agradable. Nunca, hasta entonces, había encontrado una
cara tan simpática a tu madre ni a todos vosotros, como aquella noche, al veros
reunidos al amor de la lumbre. Tuve una sensación de verdadero bienestar, lo
que no me había ocurrido hasta aquel momento. Quedé tan sorprendida, que estuve
a punto de ponerme a gritar y palmotear. Me parecíais completamente
transfigurados. Ya no erais para mí unos extraños. Podía hablaros de cualquier
cosa. Debes comprender lo que me alegraba de ello; pero, al mismo tiempo, no
pude menos de asombrarme del cambio. Me preguntaba si estaría hechizada. Y
entonces me acordé de las cenizas que había derramado.
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Es un caso muy singular –dijo Gudmund.
No daba ningún crédito a las
supersticiones y hechicerías, pero no le desagradaba oír hablar de ellas por
boca de Helga.
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He aquí, en fin –se dijo-, a la ingenua del bosque. No
se comprende que una criatura que ha sufrido tantas desgracias siga siendo tan
infantil.
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¿Verdad que es singular? –dijo Helga. Una vez encendido
el fuego en el hogar, experimentaba en vuestra casa la misma seguridad, el
mismo bienestar que en otro tiempo en la mía. Pero, sin duda, también hay algún
misterio en esto del fuego. Tal vez no sucede con todos sino sólo con el que
arde en un hogar a cuyo alrededor se reúne todas las noches la familia entera.
Se os hace familiar. Juega, danza y chisporrotea para divertiros; pero a veces
parece como agriado y de mal humor. Es como si tuviera el poder de distribuir
el bienestar y el malestar. Ahora me parecía que el fuego de mi casa me había
acompañado en mi mudanza, y daba a todas las cosas el mismo aspecto familiar y
amigo que a las cosas de mi casa.
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¿Y si ahora te obligaran a dejar Narlunda? –preguntó
Gudmund.
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Lo sentiría toda mi vida –contestó, y al oírla se
comprendía bien que lo decía en serio. Págs. 12, 13.