MI LUCHA 2: UN HOMBRE ENAMORADO






MI LUCHA 2: UN HOMBRE ENAMORADO
KARL OVE KNAUSGÅRD
(Traducción Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo)
Editorial Anagrama Compactos, Barcelona, 2016


¿Cuál era el problema?
¿Era ese tono chirriante y enfermizo que sonaba por todas partes en la sociedad lo que no soportaba, ese tono que se elevaba de todas esas pseudopersonas y pseudolugares, pseudosucesos y pseudoconflictos a través de los que vivíamos nuestras vidas, todo aquello que veíamos sin participar en ello, y esa distancia que la vida moderna había abierto a la nuestra propia, en realidad tan indispensable, aquí y ahora? En ese caso, si lo que yo añoraba era más realidad, más cercanía, ¿no debería ser aquello que me rodeaba lo que perseguía? Y no al contrario, ¿desear alejarme de ello? ¿O acaso era ese rasgo de prefabricado de ese mundo a lo que reaccionaba, esa vía férrea tan rutinaria que seguíamos, que hacía todo tan previsible que nos veíamos obligados a invertir en diversiones para poder sentir un atisbo de intensidad? Cada vez que salía por la puerta sabía lo que iba a suceder, lo que iba a hacer. Así era en lo cotidiano, voy al supermercado a hacer la compra, me siento en un café a leer un periódico, recojo a mis hijos de la guardería, y así era en lo grande, desde la primera inserción en la sociedad, la guardería, hasta la última exclusión, la residencia de ancianos. ¿O el desprecio que yo sentía se basaba en esa igualdad que se expandía por el mundo, empequeñeciéndolo todo? Viajando por Noruega ahora, se veía lo mismo por todas partes. Las mismas carreteras, las mismas casas, las mismas gasolineras, las mismas tiendas. En la década de los sesenta se notaba cómo cambiaba la cultura cuando se subía por el valle de Gudbrand, por ejemplo, esos extraños edificios negros de madera, tan limpios y sombríos, que ahora estaban encapsulados como pequeños museos en una cultura que no se distinguía de la que uno venía o de aquella del lugar al que te dirigías. Y Europa, que más o menos se estaba fundiendo en un país grande e igual. Lo mismo, lo mismo, todo era lo mismo. ¿O acaso se debía a que esa luz que iluminaba el mundo haciéndolo comprensible, a la vez lo vaciaba de sentido? ¿Acaso eran los bosques que habían desaparecido, las especies animales que se habían extinguido, los antiguos modos de vivir que nunca volverían?
Bueno, en todo eso pensaba, todo eso me llenaba de dolor e impotencia, y si existía algún mundo con el que sentía cierta afinidad, era el de los siglos XVI y XVII, con sus enormes bosques, sus veleros y sus coches de caballos, sus molinos de viento y sus castillos, sus conventos y sus pequeñas ciudades, sus pintores y sus pensadores, sus explotadores y sus inventores, sus sacerdotes y sus alquimistas. ¿Cómo habría sido vivir en un mundo en el que todo se hacía con la fuerza de la mano, del viento o del agua? ¿Cómo habría sido vivir en un mundo en el que los indios americanos aún vivían su vida en paz? ¿En el que esa vida aún era una posibilidad real? ¿En el que África aún no había sido conquistada? ¿En el que la oscuridad llegaba con la puesta de sol y la luz con el alba? ¿En el que los seres humanos eran demasiado pocos y tenían herramientas demasiado simples para influir en las poblaciones de animales, y mucho menos erradicarlas? ¿En el que uno no podía desplazarse de un lugar a otro sin esfuerzo, y lo confortable era algo que sólo pertenecía a los más ricos, en el que el mar estaba lleno de ballenas, los bosques de osos y lobos, y en el que todavía había países tan desconocidos que ningún cuento podía hacerles justicia, como China, adonde un viaje no sólo duraba meses y era privilegio de una minoría de navegantes y comerciantes, sino que también podía implicar peligro de muerte? Ciertamente, se trataba de un mundo rudo y pobre, sucio y azotado por enfermedades, emborrachado e ignorante, lleno de dolor, con una corta esperanza de vida y mucha superstición, pero que produjo el escritor más grande, Shakespeare, el pintor más grande, Rembrandt, el científico más grande, Newton, todos ellos inigualados dentro de sus respectivos campos, ¿y cómo puede ser que justamente esa época alcanzara tal plenitud? ¿Era porque la muerte estaba más cerca y la vida era por ello más intensa?

Quién sabe. Págs. 77-79



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