LA LEYENDA DE SANTA LUCÍA






Hace cientos de años vivía al sur de Värmland una vieja dama rica y avara, llamada Rangela. Poseía un castillo –o mejor dicho, una granja fortificada-, situada sobre un promontorio, en la orilla de un golfo largo y estrecho por el que el Vänern penetraba profundamente en las tierras. Se llegaba allí por un puente levadizo. Doña Rangela sostenía en él guardianes que bajaban el puente cuando los viajeros accedían a pagar los derechos de peaje que ella exigía. Los que, a causa de su pobreza, o por cualquier otra razón, se negaban a pagar, se veían obligados –pues no existía vado alguno- a dar un rodeo de varías leguas para doblar el golfo.

Aquel paraje arbitrario excitaba la cólera y la ira contra doña Rangela, es probable que los ásperos campesinos, sus vecinos, la hubieran obligado a conceder el libre paso, si ella no hubiera tenido un poderoso amigo y protector en la persona de sir Eskil de Boertsholm, cuyo señorío lindaba con el de doña Rangela. Este sir Eskil habitaba un verdadero castillo ceñido de fortificaciones y de torreones, era tan rico que reunidas sus tierras habrían constituido una provincia. Cabalgaba escoltado por medio centenar de mozos armados y era uno de los íntimos consejeros del rey. Sir Eskil no era sólo un amigo de doña Rangela, ésta había sabido atraérselo con lazos de alianza, haciendo que se casara con su hija. Así se comprendía que nadie se atreviera a oponerse a los hechos y los dichos de la dama codiciosa y rapaz.

Años y años continuó doña Rangela desollando a los viajeros hasta que ocurrió un suceso que le causó gran inquietud. Su hija murió repentinamente. Doña Rangela comprendió que un hombre como Eskil, solo, con ocho hijos de tierna edad, y al frente de una casa comparable a la de un reyezuelo, no tardaría mucho en contraer nuevas nupcias, mucho más no siendo viejo. Si la nueva mujer era hostil a doña Rangela, ésta podía tener muchos disgustos. En realidad, era casi más necesario llevarse bien con la noble señora de Boertsholm que con sir Eskil, pues éste, con frecuencia ausente, siempre ocupado con negocios importantes, dejaba necesariamente a su mujer el cuidado de la casa, y aun del señorío entero.

Después de meditar largamente, doña Rangela se dirigió un día –un poco después del entierro- a Boertsholm. Halló a sir Eskil en su gabinete y encaminó la conversación a hablar de los huérfanos que era preciso criar, de la numerosa servidumbre que exigía quién la vigilara, de los grandes banquetes a los que sir Eskil no vacilaba en invitar a reyes y a príncipes, de los beneficios de tierras, de rebaños, de cacerías, de abejas, de plantíos, de pescas, de cosechas que había que asilar y saber conservar y utilizar, en suma: de todo cuanto constituye la ocupación de la dueña de una casa. Pintó un sombrío cuadro de dificultades de las que iba a verse rodeado como consecuencia del fallecimiento de su mujer.

Sir Eskil escuchaba con el respeto debido a una suegra pero no sin cierta inquietud. Aquel discurso ¿no preludiaría la proposición de ir ella misma a instalarse en Boertsholm como ama de gobierno? No podía él ocultar que aquella vieja con sotabarba y perfil de milano, con su voz ruda y sus rústicos modales, sería una compañía muy poco agradable.

-         ¡Mi querido sir Eskil! –continuó doña Rangela, que no dejaba de dudar del efecto producido y de las aprensiones de su interlocutor-. No ignoro que se le ofrecerán a usted ocasiones de matrimonios soberbios, pero también sé que tiene usted bastante fortuna para mirar más por la felicidad de sus hijos que por dotes y herencias. He venido para proponerle la elección, como reemplazante de mi hija, a una joven sobrina carnal mía.

El rostro de sir Eskil se iluminó visiblemente al oír que era una joven parienta la que se proponían. Viendo la buena impresión producida por sus palabras, doña Rangela precisó su idea y trató de convencerle de que nada mejor podría hacer que casarse con Lucía, la hija de su hermano, el bailío Sten Folkesson, la cual cumpliría dieciocho años para el invierno, el día de Santa Lucía. Estaba educada por las piadosas damas religiosas del convento de Riseberga y había aprendido no sólo las buenas costumbres y una severa piedad, sino también, a fuerza de participar de las ocupaciones domésticas del convento, los medios de regentar y dirigir una casa de gran importancia. “Si su juventud y su pobreza no son obstáculos a los ojos de usted, sir Eskil, yo le aconsejaría que la eligiese –terminó doña Rangela-. Yo sé que a mi difunta hija le agradaría confiarle el cuidado de sus hijos. No tendría necesidad de levantarse de su tumba para vigilar sus pequeños, como la señora Dyrit de Oremus, si usted les diese por madrastra a su prima Lucía”.

Sir Eskil, que apenas tenía tiempo de ocuparse de sus propios asuntos, se sintió lleno de profunda gratitud hacia doña Rangela, que tan buen arreglo le proponía. Pidió un par de semanas para reflexionar, pero a la mañana siguiente ya dio plenos poderes a doña Rangela para entablar las negociaciones en su nombre. En cuanto lo permitieron las conveniencias, el ajuar y los preparativos para el matrimonio, se celebró la boda, la joven esposa hizo su entrada en Boertsholm a fines del invierno, al poco tiempo, por tanto, de haber cumplido sus dieciocho años.

Suponiendo la gratitud que su sobrina le debía por haberle hallado una situación tan considerable, doña Rangela llegó a creer que hasta tenía más seguridad que en los tiempos en que su propia hija era la dueña de Boerstholm. En su alegría aumentó el derecho de peaje y prohibió severamente a los habitantes de la ribera hacer cruzar el golfo en barcos a los viajeros que se presentasen.

Pues bien, un hermoso día de primavera, poco tiempo después de la llegada de la joven Lucía a Boerstholm, ocurrió que una procesión de peregrinos enfermos, camino de la fuente de la Santísima Trinidad de Sotra, en Västmanland, demandó el paso libre por el puente. Los pobres, que iban a recobrar la salud, estaban acostumbrados a que los habitantes de todos los países hiciesen todo lo posible para facilitarles su viaje y ciertamente, más veces les sucedía recibir dinero que tener que gastarlo. Pero los guardas del puente tenían órdenes severas y formales: no debían mostrar la menor indulgencia, sobre todo, con aquella especie de viajeros que doña Rangela sospechaba que estaban menos enfermos de lo que aparentaban en su deseo de recorrer el país y de no hacer nada.

Cuando los peregrinos vieron que se les negaba el paso, prorrumpieron en lamentaciones. Los pobres enfermos mostraban sus miembros tullidos y atrofiados y preguntaban si era posible que se quisiera prolongar su suplicio con todo un día de camino suplementario. Los ciegos se arrodillaban a los pies de los guardas, tratando de besarles las manos, mientras los parientes y amigos que los acompañan vaciaban sus sacos y sus bolsas ante los soldados y les mostraban que no tenían dinero.

No obstante, los guardianes, continuaron inexorables y la desesperación de los peregrinos no tenía límites, cuando, por ventura, la joven dama de Boerstholm se aproximó en barca con sus hijastros. En cuanto se acercó y supo la causa de aquel desorden, exclamó:

-         ¡Pero si esto es la cosa más fácil de arreglar del mundo! Los niños desembarcan para visitar a su abuela, doña Rangela, y mientras tanto, yo ayudaré a pasar en mi barca a los peregrinos.

Los niños, lo mismo que los guardias, que conocían la aspereza de la señora cuando se trataba del peaje, trataron por medio de signos y de guiños de disuadir a la joven de su intento, pero ésta no notó nada o aparentó no observarlo. Desde su más tierna infancia había amado y venerado a la virgen siciliana Santa Lucía, su patrona, y la llevaba siempre en su corazón como ejemplo que imitar. En recompensa, la santa había infundido en todo su ser el calor y la luz, así es que su exterior se veía de una transparencia y de una delicadeza tales que casi se temía empañarla tocándola.

Con numerosas y dulces palabras, hizo que los peregrinos cruzaran el estrecho y cuando desembarcó el último enfermo, los despidió, siendo colmada de bendiciones. Si éstas hubiesen pesado tanto como preciosas eran, su embarcación se habría hundido antes de llegar a la orilla.

De bendiciones y de buenos augurios, tuvo pronto gran necesidad, porque desde aquel momento, su tía doña Rangela comenzó a sospechar que se había equivocado grandemente respecto a lo que había de esperar de la joven, y a lamentar haberla hecho esposa de sir Eskil. Ella, que con tanta facilidad había elevado tan alta a la joven sobrina pobre, adoptó la resolución de arrancarla de su preeminente situación antes de que pudiese dañarla más.

Para lograr sus fines, ocultó cuidadosamente sus malvados designios y la visitó con frecuencia en Boerstholm. Primero trató de sembrar la discordia entre las gentes de la casa y su joven señora, pero con gran asombro fracasó. O la joven Lucía conocía el arte difícil de gobernar bien, o tanto los criados como los niños se habían dado cuenta de que la nueva señora gozaba de un poderoso apoyo celestial, dispuesto siempre a castigar a sus adversarios y a favorecer a quienes la servían fielmente y de buen grado.

Viendo que no obtenía nada de este modo, doña Rangela resolvió asaltar a sir Eskil mismo. Por desgracia, raramente estaba en casa aquel verano, retenido con el rey por largas y delicadas deliberaciones. Si alguna vez iba a pasar dos o tres días a Boerstholm, repartía su tiempo entre sus intendentes y guardas jurados. Sólo prestaba una ligera atención a la gente femenina del castillo y cuando doña Rangela llegaba, con frecuencia dejaba él de presentarse, negándole así toda ocasión de poder conversar de silla a silla. 

Un hermoso día de estío, cuando sir Eskil deliberaba con su caballerizo mayor, violentos gritos interrumpieron su conversación. Salieron y sir Eskil se encontró con su suegra a caballo, frente a la puerta del castillo, ululando como un búho.

-         ¡Son sus pobres hijos de usted, sir Eskil –exclamaba-, que están en gran peligro en el lago! Han ido embarcados esta mañana a visitarme pero creo que la barca ha hecho agua al regresar. Acabo de darme cuenta de ello y he venido a avisarle a rienda suelta. Verdaderamente, aunque se trate de la hija de mi propio hermano, su mujer de usted no debió dejar salir solos a los niños en una embarcación tan mala. ¡Esto no es propio de una madre: sino de una madrastra!

Sir Eskil preguntó rápidamente hacia qué lado estaban los niños y luego, seguido de su caballerizo, se precipitó hacia el embarcadero.

A los pocos pasos vieron a doña Lucía, en medio del grupo de los niños que subían la pronunciada cuesta que iba desde el lago hasta Boertsholm.

La joven, por tener mucho que hacer, no había acompañado aquel día a los niños. Pero como si hubiese recibido un aviso del cielo, salió rápidamente a echar un vistazo al lago. Vio a los niños que agitaban los brazos pidiendo socorro y sin tardar, saltó a su propia barquita y llegó a tiempo de salvarlos cuando su embarcación se iba ya a pique.

Al subir la cuesta, rodeada de los niños, doña Lucía estaba tan absorta preguntándoles para saber cómo había ocurrido el accidente, y los niños en referir su aventura, que no vieron a sir Eskil, que iba a su encuentro. Sorprendido por la alusión de doña Rangela a una “cosa de madrastra”, hizo señas al caballerizo para ocultarse tras un macizo de rosales silvestres que, soberbios y lujuriantes, cubrían casi toda la montaña en que estaba situado Boertsholm.

Oyó entonces a los niños referir a doña Lucía que había ido por la mañana en una buena barca y que durante su visita, aquella barca había sido, sin duda, cambiada por otra parecida, pero que estaba medio podrida. No se dieron cuenta de la substitución hasta hallarse en medio del lago, cuando el agua entraba por todas partes. Y añadieron que seguramente habrían perecido si su madre no se hubiese dado cuenta del peligro que corrían.

¿Tuvo doña Lucía la intuición de lo que significaba el cambio de barca? Lo cierto es que se detuvo en la mitad de la cuesta, pálida como una muerta, con los ojos arrasados en lágrimas y las manos cruzadas sobre su corazón. Los niños se agruparon en torno de ella para consolarla, no había por qué llorar, puesto que no habían recibido mal alguno. Pero ella continuó blanca y sin fuerzas.

Entonces los dos hijos mayores, dos vigorosos adolescentes, de catorce y de quince años, se dieron las manos para formas la sillita de la reina y la subieron hasta lo alto de la cuneta, mientras los seis restantes los seguían cantando y aplaudiendo.

Mientras el breve cortejo se dirigía a Boertsholm entre los setos de escaramujos en flor, sir Eskil permaneció inmóvil sumido en sus reflexiones, contemplando a su mujer y a sus hijos. La joven le había parecido dulce y singularmente deslumbradora cuando pasó ante él conducida por los dos muchachos. Acaso había deseado que su edad y su dignidad le hubiesen permitido tomarla en sus brazos y llevarla él mismo a su castillo. Acaso pensó en la mezquina dicha y en la amplia cosecha de disgustos y de trabajos que recogía al servicio de los soberanos, mientras que la paz y la alegría lo esperaban en su propio hogar. Aquel día, no se encerró en su gabinete, sino que permaneció entre los suyos hablando con su esposa y viendo jugar a sus hijos.

Doña Rangela lo observó con gran desagrado y se apresuró a salir de Boertsholm tan pronto como lo permitieron las conveniencias sociales. Pero como nadie se atrevía seriamente a suponer que había arriesgado la vida de sus nietecitos para desacreditar a doña Lucía a los ojos de su marido, las amistosas relaciones entre ambas no se turbaron y doña Rangela pudo continuar urdiendo sus planes contra la joven.

Durante largo tiempo pareció que la vieja se quedaría con las ganas, pues la bondad de doña Lucía y su irreprochable conducta, unidas a la protección de su celestial patrona, la hacían invulnerable. Pero, ya en otoño, doña Rangela tuvo la satisfacción de ver que su sobrina se lanzaba a una empresa que no podía menos de desagradar a si Eskil.

Aquel año la cosecha había sido tan hermosa en Boertsholm que sobrepasaba con mucho, no sólo a la del año anterior, sino a la de todos los precedentes por muy atrás que se mirase. La caza y la pesca habían, igualmente, dado el doble que de ordinario. Las colmenas abundaron en miel y en cera; las plantas en fruto, las vacas jamás habían dado tanta leche; la lana de los carneros crecía compacta y larga como hierba; los cerdos engordaban hasta no poder moverse… Todos los habitantes del castillo se daban cuenta de aquella bendición del cielo y estaban persuadidos de que descendía sobre el señorío a causa de la piedad de doña Lucía.

Pues bien. Mientras en Boertsholm se trabajaba sin descanso, asilando y utilizando las riquezas del año, se podían ver todos los días desventurados, llegados de la orilla Este y Nordeste del gran lago de Vänern. Entre lágrimas y lamentaciones, contaban que la comarca de que procedían había sido saqueada y devastada por un ejército enemigo que había atravesado el país incendiando, robando y degollando. Los guerreros habían llevado su maldad hasta el extremo de pegar fuego al trigo maduro que esperaba ya la hoz y se habían llevado todo el ganado. Los pobres habitantes que habían escapado con vida, veían llegar el invierno sin sustento y sin abrigo. Unos recorrían los países mendigando, otros se ocultaban en el fondo de los bosques y otros vagaban por entre las ruinas de su pobres granjas sin poder trabajar, pero sintiéndose incapaces de apartarse de aquel triste pedazo de tierra y de escombros que había sido su hogar.

Doña Lucía, ante el relato de todas aquellas miserias, sufría al ver las provisiones de toda clase que se amontonaban en Boertsholm. La idea de los desventurados que morían de hambre a la otra parte del lago, acabó por obsesionarla hasta el punto de no poder, sin remordimientos, acercar a sus labios un solo bocado de alimento.

Y todos los días se acordaba de las historias que había oído leer en el convento y que hablaban de santos y de santas que se habían privado de lo necesario para acudir en auxilio de los pobres. Sobre todo, el recuerdo de su propia patrona, santa Lucía de Siracusa, no la abandonaba. La historia cuenta que Santa Lucía, llena de misericordia hacia un joven pagano que la amaba por sus hermosos ojos, los arrancó de sus órbitas y se los ofreció sangrantes y extintos a fin de curar su amor por ella, virgen cristiana que no podía pertenecerle jamás.

La joven sufría profundamente con aquellos recuerdos y se despreciaba al oír hablar de tantas miserias sin hacer nada para consolarlas. Mientras hilvanaba estos pensamientos, llegó un emisario de sir Eskil diciendo que, obligado a realizar un viaje a Noruega por orden del rey, no regresaría a Boertsholm hasta Navidad. Entonces llegaría no sólo con su pequeño ejército de sesenta jinetes, sino con una runfla de amigos y de parientes. Doña Lucía debía preparar bellas fiestas y numerosos banquetes.

El mismo día en que ésta supo que su marido no regresaría durante el otoño, se dispuso a aligerar la inquietud que la abrumaba. Dio orden a sus gentes de llevar a la orilla todas las provisiones de víveres preparados ya para el invierno, y al punto, fueron cargados en los barcos y balsas de Boertsholm.

Vaciadas las despensas y las bodegas, doña Lucía se embarcó con los niños y sus gentes en un navío armado, dejando en Boertsholm solamente algunos viejos guardas, partiendo al compás de los remos para cruzar el gran lago que se extendía ante ella sin orillas como un mar.

Acerca de esta expedición de doña Lucía, abundan los datos y las leyendas. Se ha dicho que la parte de la provincia que el enemigo había devastado más, estaba a la llegada de doña Lucía casi abandonada por sus habitantes. La joven ordenó a sus remeros ir costeando lentamente para espiar cualquier signo de vida. Descorazonada tuvo que reconocer que por ninguna parte se veían una columna de humo elevándose al cielo, no se oía cantar a ningún gallo, no mugía ninguna vaca.

No obstante, un viejo sacerdote llamado Kolbiorn, vivía no lejos del lago. No había querido seguir a sus feligreses en su fuga, dejando sus hogares en ruinas, pues su casa, lo mismo que la iglesia, estaba llena de heridos. Las privaciones y las vigilias lo habían extenuado de tal modo que sentía acercarse la muerte. Y un día, unos de esos obscuros días de otoño en el que densas nubes se arrastraban muy bajas sobre el lago, en el que rodaba el agua en negras olas y en el que la tristeza de la naturaleza acentuaba la sensación de desesperanza y de miseria, el pobre cura, demasiado débil hasta para celebrar una misa, se asió con sus postreras fuerzas a la cuerda de su campana para implorar la bendición divina sobre sus moribundos. Y ¡milagro! Apenas hubieron cesado las notas, cuando apareció una flotilla de barcas y de balsas dirigiéndose hacia la orilla.

De una de las naves descendió una hermosa joven en cuyo rostro se transparentaba la luz. Ante ella marchaban ocho nobles infantes e iba seguida de un cortejo de criados llevando víveres de todas clases: terneros y corderos hervidos, largas varas en los que se enhebraban roscas de pan, barriles de cerveza y sacos de harina. El socorro parecía milagroso.

No lejos de la iglesia de sir Kolbiorn, en un estrecho istmo llamado Saxudde, había habido desde tiempo inmemorial una granja campesina. Había sido saqueada e incendiada, pero el propietario, un anciano de setenta años, estaba tan encariñado con su vieja casa que se había negado a abandonar el terreno abrasado. Su mujer, con su nieto y una nieta, se quedó junto a él. Se habían alimentado de la pesca, pero una noche la tempestad se había llevado y destruido las redes. Desde aquel momento, sentados ante los escombros de su hogar, esperaban la muerte. Tendido entre ellos, su perro perecía lentamente. El campesino quiso alejarlo para que emplease sus últimas fuerzas en la búsqueda de su propia comida. Al golpe recibido, lanzó un alarido y escapó. Pero toda la noche continuó corriendo en torno a la granja, aullando a la muerte. Se le oía a lo lejos, en el lago, hasta el amanecer, y doña Lucía acudió a remediar aquella desgracia.

Más lejos, en las praderas, se alzaba una casita rodeada de altos muros. Estaba habitada por algunas santas mujeres que habían hecho voto a Dios de no salir jamás de ella. Los soldados habían tenido cierta consideración con aquellas piadosas hermanas: no les habían causado ningún daño ni a ellas ni a su casa, pero les habían robado todas sus provisiones de invierno y todos sus animales, excepto las palomas. Las pobres mujeres habían matado y se habían comido las aves, una tras otra. Sólo les quedaba una, una paloma blanca muy mansa a la que querían mucho. No queriendo comérsela le dieron libertad. La paloma, inmediatamente, partió como una flecha hacia el cielo, pero volvió en seguida a posarse sobre la techumbre de la casa. Remando a lo largo de la orilla, doña Lucía divisó la paloma y comprendió que allí donde vivía debía de haber gente. Desembarcó y distribuyó a aquellas santas mujeres los víveres que necesitaban para pasar el invierno.

Más lejos, hacia el sur, había un pueblecito, pero había sido completamente arrasado. Sólo quedaban los puentes y los muelles de estacas donde antes abordaban los barcos. Bajo los puentes, un hombre conocido como Larse, el mercader, se había refugiado con su esposa –quien mientras rugía el tumulto del combate sobre ellos, dio a luz un niño-. Demasiado enferma después de su parto para huir, tuvo que quedarse allí y el marido no quiso abandonarla a pesar de sus reproches. Su miseria era grandísima, y una noche desesperada, la mujer decidió ahogarse con su hijo, pensando que así su marido podría huir y salvar su vida. Pero el niño lloró al contacto con el agua y el marido, despertándose, logró sacarlos del lago. El niño, asustado, no cesó de llorar durante toda la noche. Los gritos, llevados a cabo por el agua, guiaron a los salvadores que, espiando y escuchando, exploraban la orilla.

Mientras les quedaron víveres para distribuir, doña Lucía continuó costeando el lago de Vänern y nunca su corazón había estado más ligero ni más alegre que durante aquel viaje. Así como no hay mayor suplicio que permanecer como espectador inactivo ante las grandes desventuras de otro, un dulce sentimiento de quietud y un vivo bienestar son la recompensa de quienes se esfuerzan, por poco que sea, en consolarlos. La misma alegría, sin ningún mal presentimiento, la animaba aun cuando la víspera de Santa Lucía por la noche, regresó a Boertsholm. Al cenar –sólo pan y unos vasos de leche- habló con sus compañeros de viaje de la hermosa expedición que habían realizado, y todos estaban de acuerdo para declarar que jamás habían vivido días más bellos.

-         Pero ahora nos esperan días de gran trabajo –continuó ella-. Mañana no nos es posible celebrar el día de Santa Lucía con fiesta y banquete como otros años. Tenemos que batir la cerveza, matar animales y cocer pan con el fin de terminar nuestros preparativos de Navidad para recibir bien a sir Eskil.

La joven hablaba sin la menor inquietud porque sabía que las cuadras y rediles, que los hórreos y almacenes rebosaban riquezas de toda especie, auque nada estuviese dispuesto para servir de alimento a los hombres.

No obstante, por feliz que hubiese sido el viaje, todos se caían de fatiga y se costaron temprano. Apenas doña Lucía hubo cerrado los ojos, la despertó un gran estrépito. Se oía entrechocar de armas, cascos de caballos en el puente levadizo tendido precipitadamente y voces que llamaban. Luego, la gran puerta del castillo rechinó sobre sus goznes y precipitados pasos resonaron contra las losas del patio. Doña Lucía comprendió que sir Eskil estaba de regreso con sus caballeros.

Saltó rápidamente del lecho para ir a su encuentro. Se vistió y llegó a la escalera para bajar al patio, pero no tuvo tiempo porque sir Eskil había subido ya la mitad de los escalones.

Le precedía un hombre con una antorcha y a la inquieta claridad de la llama, doña Lucía creyó ver que el rostro de su esposo estaba alterado por violenta cólera. Durante un segundo esperó ella que fuesen la rojiza luz y el humo de los blandones los que hacían sus rasgos tan sombríos y tan siniestros, pero por el aspecto asustado y los ojos bajos de los niños y de los servidores que se apartaban de su paso, reconoció que su marido estaba encolerizado, dispuesto a pronunciar arrestos y distribuir castigos.

Mientras desde lo alto del descansillo doña Lucía lo veía subir, él levantó los ojos y la vio a su vez. Con creciente ansiedad comprobó la dama que el rostro de su esposo se contraía con una forzada sonrisa.

-         Sin duda vienes para ofrecerme una cena de bienvenida –dijo él, sonriendo burlón-. Esta vez te has molestado en vano, pues mis hombres y yo hemos cenado en casa de tu parienta doña Rangela. Pero mañana –agregó, dominándole la cólera de tal modo, que dejó caer violentamente su puño sobre la balaustrada de la escalera-, mañana esperamos que, en honor de tu patrona Santa Lucía, nos ofrezcas una cena digna de la casa. Igualmente te ruego que no olvides hacerme servir mi bebida matinal antes de que cante el primer gallo.
  
La joven esposa no pudo pronunciar una palabra. Como el verano pasado, cuando por el relato de los niños comprendió que doña Rangela la odiaba a muerte y conspiraba contra ella, permaneció con las manos apretadas contra su corazón y con los ojos arrasados en lágrimas. No podía menos de ver que doña Rangela había llamado a sir Eskil y que lo había azuzado contra ella refiriéndole de qué modo, durante su ausencia, había cuidado de sus bienes.

Mientras tanto, sir Eskil dio aún un paso o dos por la escalera. Sin apiadarse de la inquietud de su mujer, se irguió ante ella y añadió con voz espantosa:

-         ¡Por la cruz de Nuestro Señor, Lucía, ten presente que si el almuerzo no es de mi agrado te dolerá toda la vida!

Después colocó pesadamente su mano sobre el hombro de su joven esposa y la empujó ante él hacia el dormitorio.

Durante el trayecto, le pareció a doña Lucía que repentinamente, comprendía algo que no había advertido hasta el momento. Comprendió que había obrado mal procediendo por sí y ante sí y que sir Eskil podría tener razón enfadándose con ella. ¿No había dispuesto sin su consentimiento de sus bienes? Por ello trató, cuando se quedaron solos, de pedirle perdón por aquel acto irreflexivo debido a su juventud, pero él no la dejó hablar.

-         Acuéstate –dijo-, y no pienses levantarte antes de la hora acostumbrada. Si mañana no es de mi gusto el modo con que nos trates a mí y a mis hombres, ciertamente necesitarás todas tus fuerzas para el camino que tendrás que recorrer.

Aterrorizada la joven esposa no se atrevió a insistir, y no es extraño que no cerrase los ojos en toda la noche, dando vueltas en su espíritu a las palabras de su marido y a las amenazas que contenían.

Evidentemente, había resuelto no condenarla hasta después de haber juzgado por sí mismo de la veracidad de las acusaciones de doña Rangela. Y como al día siguiente no estaría por cierto en situación de tratarlo según su deseo, le esperaba un severo castigo. Lo menos que podía sucederle era que la declarase indigna de ser su esposa y la devolviese a casa de sus padres. Pero en las últimas palabras que él había pronunciado, creyó ella discernir una amenaza mucho más terrible, que la trataría como a una ladrona y la expulsaría a palos.

Se daba cuenta de que doña Rangela había sabido inspirar a sir Eskil una cólera loca hacia ella y comenzó a temblar de miedo, sintiendo la muerte próxima. Pensó que debía emplear la escasa luz de la noche buscando un medio de salvarse, pero el temor la paralizaba.

“¿Cómo me sería posible ofrecer mañana un banquete a mi marido y a sus sesenta hombres? –se preguntaba desesperada-. ¿Qué podré intentar? Tanto vale permanecer quieta y esperar la desgracia y el deshonor”.

Lo único que podía hacer para su salvación era dirigir fervientes plegarias a Santa Lucía de Siracusa. “¡Oh, Santa Lucía, mi queridísima patrona! Mañana es el día en que sufriste martirio y ganaste el paraíso celeste. ¡Recuerda cuán dura, triste y fría es la vida sobre la tierra! ¡Ven a mí esta noche y llévame lejos de aquí! ¡Ven a cerrar mis ojos con el sueño de la muerte! ¡Tú sabes que éste será para mí el único medio de evitar la vergüenza y el oprobio!”.

Así pasaron las horas de la noche y así se aproximaba el mañana tan temido. Más pronto aún de lo que ella hubiera creído, cantó el primer gallo, y poco después, los criados encargados del ganado atravesaron el patio y se agitaron los caballos en las cuadras.

“Sir Eskil no tardará en despertarse –pensó-, pronto me dará la orden de hacer traer su bebida matinal y entonces me veré obligada a confesar que he obrado tan inconsideradamente que no tengo cerveza ni hidromiel para atemperarlo”.

En aquella hora de mayor peligro para la joven esposa, su celestial amiga Santa Lucía, no pudo resistir al deseo de socorrerla. Su protegida, en realidad, no había pecado más que por exceso de caridad. El cuerpo terrestre de la santa, que desde cientos de años reposaba en la estrecha cueva de las catacumbas de Siracusa, halló un soplo de vida, recobró su antigua belleza y el uso de sus miembros, se vistió una túnica tejida con rayos de estrellas, y volvió al mundo en el que antes había sufrido y amado.

Y algunos instantes después, el asustado vigía de la atalaya de Boertsholm observó un extraño fenómeno: por el horizonte sur se elevó un globo de fuego, cruzó el espacio nocturno, tan rápido, que la vista no pudo seguir su trayecto, se dirigió directamente hacia Boerstholm, rozó al vigía y desapareció. Sobre aquella bola de fuego –tal fue, al menos, el relato del vigía- iba, tocándola apenas con la punta del pie, como danzando y con los brazos levantados, una mujer joven.

Casi al mismo tiempo, doña Rangela, que velaba angustiada, vio penetrar por un resquicio de la puerta un rayo de luz. Se abrió inmediatamente después, y con gran estupefacción de doña Lucía, apareció una hermosa joven vestida con ropas blancas como la luz de los astros.

Sus largos cabellos negros y flotantes estaban sostenidos por un lazo de hojas que en vez de flores tenía brillantes estrellitas. Estas estrellas iluminaron toda la cámara y no obstante, le pareció a doña Lucía que no eran nada comparadas con los ojos de la dulce extranjera. Estos no sólo brillaban con el más puro brillo sino que centelleaban de amor celeste y de misericordia.

La virgen extranjera llevaba en la mano una gran copa de cobre de la que emanaba el fino perfume del nobilísimo jugo de la vid. Cruzó la habitación, como volando, se aproximó a sir Eskil y llenó de vino una copa que le ofreció.

Sir Eskil, que había dormido bien, se despertó cuando la luz cayó sobre sus párpados y acercó a sus labios la copa. En el estado semilúcido del despertar, no se dio cuenta del milagro, únicamente comprobó que el vino que se le ofrecía era buenísimo y perfumado, y vació la copa sin dejar nada.

Pero aquel vino que ciertamente, no era otra cosa que la noble malvasía, gloria del Mediodía y perla de los vinos, era tan soporífero que, apenas vaciada la copa, sir Eskil se abatió de nuevo sobre las almohadas y se durmió. La santa había desaparecido dejando a doña Lucía en un estado de sorpresa y de esperanza que la hicieron estremecer y temblar.

Su radiosa protectora no se limitó a atender a sir Eskil. En la fría y obscura mañana de invierno, recorrió las salas bajas y sombrías del castillo sueco y ofreció a cada uno de los soldados adormecidos un vaso del vino generoso del Sur.

Todos cuantos lo bebieron, creyeron paladear un brebaje celeste, y cayeron inmediatamente en un sueño lleno de quimeras durante el cual se paseaban por países de primavera eterna y de eterno sol.

Apenas vio doña Lucía desaparecer la visión luminosa, su angustia y la inercia de la noche desaparecieron como por ensalmo. Se vistió rápidamente y llamó a todas sus gentes del trabajo. Y en la larga mañana de invierno se pusieron todos con ardor y empuje a preparar el festín de regreso para sir Eskil y para sus hombres. Becerritos, cerdos, ocas y pollos perdieron la vida, se amasaron pastas, encendiéndose los fuegos bajo los asadores y en los hornos del pan, se hacían cocer coles, se limpiaban nabos y se preparaban pasteles con miel para los postres.

En la sala de fiestas las mesas se cubrieron con manteles, salieron de las profundas arcas los costosos cirios y sobre los bancos se extendieron almohadones y tapices.

Durante todos estos preparativos, el castellano y sus hombres continuaban durmiendo. Cuando al fin, sir Eskil abrió de nuevo los ojos, juzgó por el sol que era más de medio día.

Se sorprendió de su largo sueño, y más aún, de no sentir ya la furia que lo dominaba la víspera por la noche. En los sueños de la mañana su mujer se le había aparecido con gran dulzura y ni siquiera comprendía ya que quisiera condenarla a un castigo ignominioso.

“Acaso, en resumen, las cosas no sean tan graves como doña Rangela se ha imaginado –pensó-. Cierto es que no podré seguir teniéndola como mujer si ha malgastado mis bienes, pero quizá baste con devolvérsela a sus padres”.

Al salir de su cuarto fue recibido por sus ocho hijos que lo condujeron a la sala de los banquetes. Los hombres estaban allí ya, sentados a la mesa, esperando impacientemente su llegada, para lanzarse sobre los suntuosos manjares bajo los cuales parecía doblarse la mesa.

Doña Lucía tomó asiento al lado de su marido sin demostrar la menor inquietud. Sin embargo, no estaba exenta de ella, pues si bien había sabido preparar apresuradamente un banquete abundante y variado, no había podido disponer así la cerveza ni el hidromiel, y temía con razón, que sir Eskil quedara medianamente contento de una comida en que la que faltase la bebida.

Entonces vio sobre la mesa la gran vasija de cobre que había llevado la santa. Estaba allí, en su sitio, llena hasta los bordes de un vino perfumado. De nuevo sintió su corazón henchido de gratitud hacia la santa que con su protección velaba por ella. Feliz, sirvió a sir Eskil el vino maravilloso, pero le reveló su procedencia. Fue el suyo un relato que él escuchó con la mayor sorpresa.

Cuando sir Eskil hubo vaciado su vaso de vino, que esta vez no tenía ningún efecto soporífero sino vivificador y excitante, doña Lucía se sintió con valor para referirle su expedición a las regiones devastadas. Sir Eskil adoptó al pronto un aire severo, pero cuando ella indicó que había socorrido al cura sir Kolbiorn, exclamó:

-         Sir Kolbiorn es un antiguo y fiel amigo mío, doña Lucía, y me satisface mucho saber que has podido serle útil.

En el transcurso del relato se vio que el campesino de Saxudde había sido compañero de sir Eskil en varias campañas, que entre las santas mujeres del convento había una parienta de sir Eskil, y que Larse, el mercader del pueblo, era su proveedor de armas y de ropas porque las hacía traer del extranjero. Antes de que doña Lucía hubiera terminado su relato, sir Eskil estaba ya dispuesto, no sólo a perdonarla, sino a darle las gracias.

No obstante, la angustia que doña Lucía había pasado por la noche, le invadió de nuevo el corazón y con voz velada por las lágrimas añadió:

-         Ahora mi querido señor, a mí misma me parece que he obrado muy mal disponiendo de vuestros bienes sin vuestra autorización. Yo os suplicaría en atención a mi juventud y a mi gran inexperiencia, que me perdonase mi irreflexiva acción.

Al oír esta últimas palabras y al pensar que su mujer tenía tanta piedad que uno de los moradores del cielo, para acudir en su ayuda, había recobrado su forma terrestre, tuvo que confesar que él, que tenía la pretensión de ser un hombre sensato y perspicaz, se había dejado prevenir contra ella y experimentó una gran humillación. Bajó la vista y no fue capaz de responder.

Doña Lucía, creyéndose menospreciada con aquel silencio y con aquella actitud, sintió que renacía su espanto y habría querido levantarse de la mesa para huir llorando. Pero en aquel momento, la misericordiosa Santa Lucía se presentó en la sala del banquete –invisible esta vez para todos-, se deslizó junto a la joven y susurró en su oído las palabras que había de decir. Estas palabras eran justamente, las que doña Lucía hubiera querido pronunciar, pero sin la exhortación celeste, su timidez las habría retenido siempre en sus labios.

-         Hay algo aún que yo solicitaría de vos, mi querido señor y dueño –prosiguió-, y es que permanezcáis lo más que os sea posible en vuestro hogar. Nunca había yo caído en la tentación de obrar contra vuestra voluntad, y podría de este modo demostraros mejor el amor que os profeso sin que nadie se interponga entre vos y yo.

A sir Eskil le agradaron visiblemente estas palabras. Alzó la cabeza y ahuyentada su vergüenza por su gran alegría, se disponía a responder cuando uno de los intendentes de doña Rangela se precipitó en la sala. Atropelladamente y sin aliento anunció que doña Rangela había salido de su casa muy temprano con dirección a Boertsholm para asistir al castigo de doña Lucía. Por el camino había tropezado con algunos campesinos que desde mucho tiempo atrás la odiaban a causa del peaje, y sorprendiéndola en la oscuridad de la noche, sola con su espolique, habían tirado a doña Rangela de su caballo, y después de haber hecho huir al mozo, le habían asesinado despiadadamente.

El intendente perseguía en aquel momento a los asesinos y venía a pedir a sir Eskil que le prestase auxilio. Entonces sir Eskil se levantó y con voz fuerte y segura dijo:

-         Primero debía una respuesta a mi mujer y a sus ruegos, pero antes deseo terminar con lo de doña Rangela. Digo pues que, por más que sea parienta mía por alianza, la dejaré sin venganza, no estando dispuesto a enviar a mis hombres a ejercer sangrientas represalias por su causa, pues es conciencia creo que ella ha caído víctima de sus actos.

Tras estas palabras se dirigió a doña Lucía y su voz se hizo tan dulce que jamás se hubiese creído a su garganta capaz de notas parecidas.

-         Y ahora responderé a mi querida esposa que la perdono de todo corazón y que espero que ella, por su parte, disculpe mi violencia. Y puesto que ella lo desea, pediré al rey que escoja otro consejero, pues desde hoy, me consagro al servicio de dos nobles damas: una mi mujer, y la otra Santa Lucía de Siracusa, a quien hago voto de elevar altares en todas las iglesias y capillas de mis dominios, rogándola que mantenga ardiente entre nosotros, helados por los fríos del Norte, esta llama y estrella conductora que tiene por nombre Caridad.

                                                      * * *

El trece de diciembre, a la hora matutina en la que el país del Värmland está sumido en el frío y en las tinieblas, Santa Lucía hacía aún, en mi infancia, su entrada en todos los hogares dispersos entre los fiordos de Noruega y Gullspång. Todavía llevaba –por lo menos ante mis ojos de niña- una túnica tejida con la blanca claridad de las estrellas, en torno a su cabeza se arrollaba una guirnalda de follaje en la que ardían flores de luz, y despertaba en todos los durmientes presentándoles un vaso lleno de una bebida caliente y aromática.

No he visto jamás visión más bella que la suya, cuando se abría la puerta y aparecía deslumbradora en la oscuridad de mi cuarto. Y formulo el deseo de que no deje de visitar las casas de Värmland, pues ella es la luz que vence a las tinieblas, es la leyenda que triunfa del olvido, es el calor del corazón, que a pesar del invierno, hace soleados y atractivos los helados países…

SELMA LAGERLÖF





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