SAMBO






SAMBO
CHRISTINA HAGEN
(Trad. Blanca Ortiz)

Y luego está Sambo. Desde que lo tengo con su piel de color negro pantera entre mi blanca ropa de cama, entre mis sábanas blancas, sé que he hecho un hallazgo de carácter excepcional. Es como si no respirase igual que los demás, como si su aliento de algún modo no fuera danés.

Al acercar un poco a su cara negra me pasma no percibir ningún perfume, ningún olor, tanto que sigo acercándome hasta quedar retorcida entre las sábanas con todos los músculos en tensión. Tengo los pies colgando fuera de la cama y el vientre rígido. En esa tesitura estoy cuando, de pronto, abre los ojos. Sus enormes pupilas negras me anegan la vista y siento que me invaden de oscuridad y hondura. Como si su negrura fuese en aumento, se expandiera. Las pupilas se suelen encoger, se suelen contraer hasta quedar reducidas a insignificantes puntitos diminutos, pero las suyas no, las suyas se vuelven más y más grandes. No estoy muy segura de qué significa esa mirada. Tal vez le asuste despertar en una cama extraña, en la cama de una extraña. Tal vez siga borracho. Tal vez no piense nada de nada y sólo se esté meando.

Imagino que es mi amor. Cuando estemos tumbados el uno junto al otro podré hacer que me recuerde a lugares que jamás he pisado –meridionales, cálidos, polvorientos y húmedos-; lugares donde el aire rezuma fruta y el aroma vulgarmente dulzón de las flores se abre paso por sí solo hasta las fosas nasales; lugares donde el néctar chorrea por las paredes y la gente se descubre cortésmente, donde todos me sonríen como si llevaran diez años aguardando mi llegada y, sin embargo, se quedan tan confundidos al verme que no saben muy bien cómo saludarme o dirigirse a mí.

Tal vez sea un hombre capaz de hacerme olvidar la lluvia que cae afuera, que existen distintos tipos de detergente a elegir cuando compramos. Puede llamar por teléfono con acento americano e invitarme a salir varias veces por semana haciéndome sentir rendida y enamorada. Puede pasar mañana, tarde y noche hablándole a ese aparato, diciendo cosas bonitas con su enorme dentadura blanca y sus sonrosadas encías. Qué encantador. Lo veo como un hombretón de brazos bien torneados. Le oigo pronunciar mi nombre como nadie más lo hace y cuando se viste de lino blanco se intuye su piel oscura por debajo de la ropa. Eso me pone. Es negro.

Antes de que llegue a decir nada o a levantarse caigo en la cuenta de que también existe la posibilidad de que le desprecie. Imagino que es mi broma, mi provocación, mi chanza, ese motín que nunca llegué a organizar. Como un bolso verde chillón de piel de imitación que vuelve a estar de moda una breve temporada. Un negro kitsch. Un babuino de diseño. Todo el mundo sabrá que lo digo en broma, por supuesto. Quedará sobreentendido para quien quiera entender.

Es de esos hombres que, sin que se sepa muy bien por qué, siempre parecen un poco sucios, y eso que seguro que se baña y usa aftershave. Sus manos no tienen el mismo color por las palmas que por el dorso y eso me da un poquito de asco. No entiendo por qué demonios no pueden ser del mismo color por dentro de las manos que por al resto del cuerpo. No parece tener ningún sentido. No es lógico.

Llevo a cabo experimentos con mi noviete. Le echo gotitas de agua por la piel cuando no mira. Me fascina esa superficie salada y blanca que lo recubre cuando ha sudado. Me pregunto si llevaremos la misma sangre y qué aspecto tendrá si la mezclamos. Como una atracción de feria, una pieza de atrezo chusca, lo arrastro de un lado a otro para lucirlo ante mis padres y mis amigos. Como niña con juguete nuevo. Lo exhibo mientras le tiro de los carnosos mofletes. Debería cantar a tiempo completo con una orquesta negra de jazz. Tengo la esperanza de que lo encuentren demasiado atrevido, o demasiado oscuro, o simplemente demasiado incivilizado. Cuando se les atragante el café al ver el bulto que se le marca en los pantalones o al oírle soltar una palabra en argot de esas que solo dicen en los talk shows americanos, mi misión estará cumplida. En la cochera le meto la lengua con insistencia antes de montarnos en su BMW y salir disparados por nuestra calle de barrio residencial. Aparto hacia un lado mi larga melena rubia mientras me abrocho el cinturón de seguridad y me despido con la mano de todo el clan antes de que ambos, ebony and ivory, sal y pimienta, la versión moderna de la dama y el vagabundo, desaparezcamos en el horizonte.

Dudo mucho de la validez de su permiso de conducir. Me gustaría preguntarle si se lo han “apañado”, pero sé que se lo tomará a mal si al final resulta ser auténtico. Seguro que está encantado de haber venido a parar a un país donde no hace un calor tan insufrible como para pegarse la piel a la napa hasta dejar pequeñas marcas de nalgas y omóplatos de sudor humeante.

Imagino que es mi amigo. En ese caso, será de los periféricos. En el culo del mundo, más o menos a esa distancia lo sitúo. Pero aun así lo llevaré grabado en mi agenda electrónica; con un apodo cómico, Sambo, por ejemplo.

Estará invitado a las fiestas. Le invitaré con todos mis amigos daneses. Por respeto es posible que también invite a un español o a un nicaragüense. Qué bien suena. Nicaragüense. Es una de esas palabras que se pueden decir sin miedo a empezar a disparar comida por la boca o a escupir algo que acabas de beber. No le quito ojo cuando charla con los demás. Para asegurarme de que se comporta como es debido, pero también para cerciorarme de que le tratan bien y no salen con comentarios racistas, lapsus ni chistes fuera de lugar. Me muestro interesada en su país y aunque me dice cuál es se me vuelve a olvidar. Yo, por supuesto, no le comento nada y le sigo dando vueltas a ver si me acuerdo sola.

Cuando se viste bien alabo su tipazo y su buen gusto, y le dejo tranquilo por más que me moleste su tendencia a elegir colores demasiado claros. Llego a la conclusión de que es algo que ha de solucionar por sus propios medios. Acepto sus invitaciones al Tiboli o a un restaurante y me siento orgullosa de ir a su lado. Como una precursora, como una maestra insuperable en el arte de la integración. Repito su nombre en voz alta muchas veces y me río más que de costumbre para demostrar que el hecho de que no sea danés no tiene la menor importancia. Para demostrarle que el humor africano es cien por cien compatible con el danés.

Le hago las recetas de un par de platos típicos de su ciudad natal y las cuelgo en la puerta de la nevera, aunque me avergüenza un poco su letra de niño pequeño. Pero celebro que no cometa demasiadas faltas de ortografía. 







Imagino que soy su madre. Me choca lo pequeño que parece con esos enormes ojos oscuros. Como un negrito indefenso más solo que la una en medio del inmenso desierto solitario, sin dromedarios ni asnos que le sirvan de ayuda. Sin agua, sin comida, todo lo más una palmera datilera. Lost in the middel of nowhere. En principio podría ser su madre. No encaja por cuestión de edad, pero eso no quita para que pueda imaginármelo. Seré buena con él, mi niño oscurito. Habré tenido más hijos –y blancos- después de él, pero él será mi primogénito. Ese hijo negro por el que nos sentimos tan agradecidos. Vino directamente de un orfanato perdido sin agua ni electricidad, los edificios estaban medio en ruinas, es increíble que alguien pueda vivir de esa manera. Es absolutamente inconcebible. Cada vez que imagino las condiciones en que se encontraba se me saltan las lágrimas y le agradezco a Dios el que aún siga con vida. No juzgo a sus padres porque sé que así es como funcionan las cosas allí, esa es la situación, su madre era joven y pobre y no tenía posibilidad alguna de ocuparse de él. Hemos decidido llamarlo, Anders, aunque en realidad eso de llevar un nombre exótico puede tener su encanto.

Imagino que es mi prisionero de por vida. Yo podría ser su amiga entre comillas danesa madurita. Es mi hechicero vudú o un jeque de remotas latitudes. Rico, tal vez, o al menos con un color estupendo y unos vocablos bombásticos. Juego a que es un malhechor encerrado en una prisión americana –death row- que ha hecho algo muy, muy terrible para lo que no hay perdón. Tan terrible que hemos de ocultárselo al resto del mundo. Tan terrible que nos ata como pareja más allá de la raza y la cultura. Escribo a todas partes apelando a la declaración universal de los derechos humanos y pidiendo que revisen su caso una vez más. Consigo un empleo de señora de la limpieza y empiezo a ahorrar para contratar un abogado, le envío a mi marido negro largas misivas acompañadas de fotos del día a día de Dinamarca.

Imagino que soy su jefa. Él, como es natural, sabe que soy su superior, su boss. Sabe que ha de hacer bien su trabajo, como el resto de mis empleados. En las reuniones debe quedar muy claro que dispone de exactamente el mismo tiempo que cualquiera en el turno de palabra. Tiene la mejor mesa y sale en nuestra página web con una amplia y blanca sonrisa en una foto pequeñita que se puede ampliar. Se le permite colgar en la pared las cartas y los dibujos que le envía su familia desde el sur. Cuando llega por las mañanas le saludo con un cabeceo para hacerle sentir como en su casa. Le doy una fuerte palmada en el hombro y le comento que no se les da nada mal jugar al fútbol a esos turcos, ¿no vio el partido de ayer?

En estos momentos barajamos la posibilidad de organizar una comida campestre sin alcohol las próximas vacaciones y un cuentamartes para que los que no sean daneses puedan explicarnos cosas acerca de su cultura. Cómo viven y cómo ven el mundo. He impreso una lista actualizada con las reglas de lo que se les puede llamar y lo que no en una hoja DIN-A4. Por ejemplo, un buen día negro pasó a ser de color. Durante una temporada aumentó bastante la recaudación de la “caja tonta”, una hucha de cartón con un agujero delante donde echar las “monedas de castigo” con que se multan las ofensas verbales de todo tipo. Había multas por chistes sexistas, mal tono y falta de solidaridad.

Y aquí estoy otra vez, acostada a su lado mientras estudio su rostro enorme, primitivo. Tiene los pómulos altos y los labios sonrosados por el centro y con los bordes casi negros. En un arranque me coge la cabeza y la estruja entre sus manos oscuras hasta hacerme parecer un monstruo amorfo. “¡Uuuuh!”, me grita en plena cara; las carcajadas le surcan la piel de unas patas de gallo que ocultan sus ojos inyectados en sangre. Me entran ganas de llamarle negro, o babuino.


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