EL CAMPEÓN DE TENIS
EL CAMPEÓN DE TENIS
KASPAR COLLING
NIELSEN
(Trad. Blanca Ortiz)
Pese a su edad avanzada, Stig Andersen seguía siendo un
ambicioso tenista aficionado. A los dieciocho años había disputado el
campeonato nacional de Dinamarca –que, sin embargo, ni entonces ni después
llegó a ganar- y ahora, a los cuarenta y dos años, era el campeón del Club de
Tenis de Rødovre por vigésimo año consecutivo, sin contar con la edición
anterior, en la que perdió ante Axel Schandorf, a la sazón un jovencito de solo
diecinueve años. Cuando ni jugaba al tenis era maestro. Estaba casado con
Marianne y tenían una hija, de catorce años.
Era verano y faltaban escasas semanas para el torneo anual
del club. El Club de Tenis de Rødovre, un pequeño oasis verde rodeado de un
seto de haya tupido e impenetrable, se encontraba a pocos kilómetros del monte
Copenhague. Traspasar el portón de entrada, artísticamente tallado en el seto,
y penetrar en la craquelada sombra azul que proyectaban sus hojas era como
adentrarse en un mundo de sonidos, aromas y reglas propias. Una vez en su
interior, ya no se oían los coches y hasta los problemas personales parecían
incapaces de traspasar los macizos muros verdes. En el club había un total de
ocho pistas de tierra batida separadas por caminitos dispuestos con mucho
esmero. Aquí y allá se veían pequeños jardincillos y abedules. Las sillas
verdes de metal del club, desperdigadas por todas partes, delataban dónde se
había sentado la gente el día anterior para ver un partido o almorzar a la
sombra de un árbol. La terraza orientada hacia el sur que había delante del
casino era el punto de encuentro de los socios. Desde ella se divisaba la pista
1 y, tras ella, el monte Copenhague.
En un club pequeño como el de Rødovre, donde todos se
conocían, nadie ignoraba que el torneo de ese año volvería a enfrentar a Stig y
a Axel. Stig aún recordaba los comienzos del joven en alevines. Incluso llegó a
ser su entrenador una breve temporada, y de niño Axel, que como el resto de los
socios le admiraba, le saludaba con el natural respeto debido al campeón. Stig
estaba envuelto en un aura especial, era un hombre que había hecho cosas en la
vida. Había jugado al más alto nivel, al menos en Dinamarca, y en el club se
comentaba hasta dónde podría haber llegado de no haber sido por la grave lesión
en la espalda que cercenó su prometedora carrera al poco de cumplir los veinte
años.
Con el correr del tiempo fueron uniéndose al club varios
diestros jugadores que podrían haber representado una amenaza para el dominio
de Stig, quien, sin embargo, jamás perdía la calma y, a medida que surgían
nuevos rivales con un revés apabullante, un servicio muy agresivo o un buen
juego en la red, hacía cada vez más populares sus: “… no tiene el nivel”.
Stig siempre los derrotaba y parecía capaz de mejorar su
juego a voluntad de manera imperceptible. Si se enfrentaba a un contrincante
que tenía un servicio aterrador se limitaba a servir aún más fuerte y con mayor
precisión. Y si tenían una buena derecha ganadora, él procuraba ganar más
puntos aún con la derecha para que al final sus adversarios no solamente
perdiesen el partido, sino que además se quedaran desinflados. Stig no quería
solo ganar, deseaba asegurarse de que el rival entendiera que él dominaba mejor
aquel deporte en todas sus facetas y que su superioridad era tan grande que ni
siquiera necesitaba hacer su propio juego para vencer.
Con Axel fue diferente. Su victoria en la última edición
perturbó el equilibrio de poderes en el club. A veces, cuando Stig subía con
alguien a la terraza del café después del entrenamiento pasaba Axel con esa
despampanante novia suya que siempre lo seguía a todas partes, perennemente
mandando mensajes o hablando por el móvil. Al contrario que antaño, el joven
había empezado a atacarle con desagradables sarcasmos. Un día dijo que a su
edad Stig debería andarse con cuidado y reservar un poco de pólvora para el
torneo en lugar de gastarla toda en los entrenamientos, y en otra ocasión le
preguntó si quería un cojín para la espalda y, acto seguido, fue a la cafetería
en busca de uno y lo embutió entre la espalda de Stig y su asiento delante de
todo el mundo para que, como explicó entre risas, estuviese más cómodo y más
blandito. Stig sabía que el aplomo de Axel debía tener alguna causa y eso le
hacía sentirse inseguro, no solo como tenista, sino también como hombre. Ya el
año anterior su rival había sido más rápido y más fuerte que él, y a lo largo
de los últimos meses Stig había tenido ocasión de comprobar que el joven había
mejorado su juego en todos los aspectos. La realidad era que Axel jugaba
demasiado bien para el Club de Tenis de Rødovre, que debería pasarse al KB y
plantearse la posibilidad de emprender una carrera profesional y que Stig no
tenía la menor probabilidad de derrotarlo. Si Axel tenía un punto débil consistía
precisamente en que ignoraba hasta qué punto era bueno.
Stig jugaba con una cinta en la frente, siempre lo había
hecho. Al principio era para mantener apartado de los ojos su entonces larga
melena, y ahora que estaba prácticamente calvo simplemente se había convertido
en una parte natural de su equipo. Cuando se preparaba para un partido de
especial importancia llevaba a cabo una serie de rituales. Siempre compraba
cordones nuevos y ropa interior blanca de la marca JBS. Los cordones los
colocaba en las zapatillas dentro del vestuario; luego se ponía la ropa
interior JBS, los pantalones, el polo, las zapatillas y por último,
contemplándose en el espejo, la cinta.
Mientras que Axel tenía un patrocinador local que le proveía
de raquetas, Stig solo disponía de dos realmente buenas. Si se le rompía una,
solo le quedaría otra de calidad, y si esa también caía podía despedirse de
ganar el campeonato. Este problema empezó a preocuparle cada vez más. No le
quedaba otra que tensar al máximo las raquetas si quería tener alguna
posibilidad de vencer en la esperada final contra Axel y eso, lógicamente,
aumentaba el riesgo de que saltaran las cuentas.
El asunto raquetas acabó traduciéndose en que Stig no dormía
por las noches. Se tumbaba en la cama y se quedaba mirando al techo. Un buen
día se acordó de un viejo conocido, Per, de Ama’r Sport. En tiempos, el padre
de Stig le llevaba sus raquetas a encordar y de niño Stig le había acompañado
en un sinfín de ocasiones. Por aquel entonces su padre empleaba auténticas
tripas de gato para los grandes partidos porque se tensaban más y aumentaban
enormemente el feeling con la bola.
Todos los jugadores de cierto nivel usaban tripas de gato en aquella época. Se
pondría en contacto con Per para averiguar si aún las hacían. Ya más tranquilo,
Stig se durmió.
A la mañana siguiente llamó a Per. La conversación fue
desalentadora. Per le informó de que ya nadie usaba tripas de gato y era
imposible encontrarlas. Stig estaba a punto de colgar cuando, de pronto, se vio
asaltado por una idea disparatada, una idea que del cerebro fue bajándole por
la espalda en forma de frío glacial. Carraspeó antes de preguntar:
-
Y si te consigo unas tripas en crudo, ¿podrías
convertirlas en cuerdas?
Per se echó a reír, pero al advertir que Stig no se reía,
recobró la seriedad.
-
¿Me estás hablando en serio, Stig?
-
Claro, joder,
las necesito para una raqueta dentro de dos semana, ¿podrías hacerlo?
-
¿Te das cuenta de que una raqueta lleva cuarenta y
cuatro cuerdas? Aunque lograra sacar cuatro cuerdas de cada tripa tendrías que
conseguirme once tripas de gato. ¿De dónde coño piensas sacarlas?
-
Ese es mi problema, Per. ¿Para cuándo las tendrás?
Siguió una larga pausa antes de que Per se decidiera a
contestar:
-
Las necesito como mínimo con una semana de antelación.
Si hago esto es porque a tu padre cuando tú no levantabas una cuarta del suelo,
que conste.
Colgó sin despedirse.
El periódico Den Blå Avis tiene una página a la que uno
puede apuntarse. En el apartado de mascotas hay distintos animales que la gente
trata de vender, y en el subapartado de “gatos” se venden gatitos de diferentes
razas. Los gatos de más edad, adultos que por alguna razón no pueden seguir
viviendo con sus dueños, a menudo se regalan. Stig no tardó en encontrar diez
gatos adultos de entrega gratuita y uno más por el que la propietaria, por
misteriosos motivos, pedía cincuenta coronas. La primera casa que visitó era la
de una familia con un niño recién nacido que había resultado ser alérgico al
gato, Gorm, un macho grande con algo
de sobrepeso. La hermana mayor del bebé, Caroline, de siete años, sostenía a Gorm en brazos a la llegada de Stig y se
negaba a entregárselo. Cuando el padre, algo bruscamente en opinión del
tenista, se lo quitó de las manos, la niña sufrió un colapso. El episodio
estuvo a punto de hacerle abandonar su proyecto, pero se consoló pensando que
al fin y al cabo solo estaba perpetuando una tradición antiquísima; además, con
el trato que la sociedad dispensaba a los animales, aquello no era ni de lejos
lo peor.
Las demás entregas transcurrieron sin problema, la mayoría
de los dueños parecían alegrarse de no tener que pagarle 600 coronas a un
veterinario a cambio de una inyección. El último gato que tenía que pasar a
recoger –Harlekin, un enorme gatazo
de más de veintidós años- vivía con una anciana que ya no podía cuidar de él.
Stig, que tuvo ocasión de comprobar de inmediato que al gato le faltaban al
menos tres dientes de arriba, lo contempló con repugnancia y se preguntó por un
instante si los viejos intestinos de aquel bicho valdrían cincuenta coronas.
-
Es un gato montés danés –explicó su propietaria sin
ocultar su orgullo-. Que no le engañe este aspecto un poco ajado, es un
auténtico gato salvaje.
La anciana observaba a Stig con un altivo desdén al tiempo
que se cerraba bien la bata en torno al cuello.
-
Me ocuparé de que esté bien, no se preocupe; se lo
prometo –aseguró él, tratando de esbozar una sonrisa lo más creíble y cordial
posible.
La dueña del gato le miró de hito en hito en el más absoluto
silencio por espacio de unos segundos y al fin dijo:
-
De acuerdo, el gato es suyo. Tiene que darle hígado
fresco todos los domingos, le encanta. Bueno, pues ya solo queda lo de las
cincuenta coronas.
Stig sacó un billete arrugado del bolsillo y se lo tendió a
la anciana sin dejar de sonreír forzadamente.
Esa misma noche Stig tenía en su poder once gatos metidos en
el maletero de su coche, cada uno en su jaula, junto con un montón de cuencos,
pienso, juguetes y demás cachivaches que comportaba la toma de posesión de los
animales.
Tras aparcar en el garaje se dirigió directamente a su casa
en busca de un cajón donde meter a los gatos. Su plan era sacrificarlos
conectando el cajón al tubo de escape del vehículo. Había oído que era el modo
más humano y para él era importante que no sufrieran innecesariamente. Una vez
en el cajón los mantuvo en sus jaulas. Sin embargo, como solo cabían cuatro al
mismo tiempo tuvo que sacrificarlos en tres turnos. Cuando cerró el cajón y
tapó con cinta adhesiva todos los resquicios salvo un agujero en un lado para
el tubo de escape, se produjo un alboroto espantoso.
Al cabo de un rato los once gatos muertos yacían en el suelo
del garaje, todos sacando los colmillos y con el pelaje desmadejado y
deslucido, como los animales disecados. Levantó a uno del pescuezo y lo dejó
sobre la mesa. Con mucha cautela, lo pinchó en el vientre con un cuchillo. En
vista de que la piel se resistía más de lo que había esperado y le daba miedo
echar a perder los intestinos, fue a la cocina a buscar unas tijeras de
trinchar y recortó con cuidado un cuadradito alrededor de la zona interesada.
Empujó con la mano y agarró las tripas, que casi por cuenta propia fueron a
parar al suelo gris de cemento, por donde fueron desparramando lentamente su
fétido contenido. Stig vomitó y abrió la puerta del garaje para huir de aquel
hedor dulzón y penetrante a comida para gatos sin digerir y excrementos.
Stig regresó y sacó el primer intestino, lo vació y lo lavó
en un barreño con agua y jabón. Cuando llegó el turno de Harlekin se llevó una desagradable sorpresa. Al clavarle las
tijeras en el vientre, el gato despertó de repente, empezó a lanzar los más
extraños y siniestros chillidos y le acometió con una violencia enloquecida. Harlekin le clavó las uñas en el rostro
y por el cuello y Stig reaccionó instintivamente atravesándole la garganta con
las tijeras hasta que el animal le soltó la cara y empezó a revolcarse como un
loco lanzando un chorro de sangre por la herida. Stig lo apuñaló repetidas
veces hasta librarlo definitivamente de sus sufrimientos y dejarlo inmóvil en
el suelo en medio de un enorme charco rojo.
No despertó ningún gato más y al cabo de pocas horas ya se
había hecho con las once tripas. Estaba completamente embadurnado en
excrementos y sangre, lo mismo que el garaje.
Limpió las tripas a conciencia y al día siguiente fue a
Ama’t Sport a ver a Per.
-
¡No me digas que lo has hecho, joder, Stig no me lo
digas! –exclamó Per nada más verle entrar con una bolsa del súper llena hasta
los topes.
-
Ya sabes que yo me tomo el deporte muy en serio.
¿Cuándo estará lista?
Per le observó con algo que sería acertado calificar de
admiración.
-
¿Qué son esos arañazos que te has hecho?
Stig se llevó las manos a la cara con timidez.
-
No es nada, un accidente. ¿Para cuándo la tendrás
lista?
El silencio que siguió se le antojó interminable. Luego Per
por fin:
-
Dame una semana y tendrás tu raqueta. Joder, Stig,
espero que valga la pena.
Durante la siguiente semana Stig entrenó como un loco. Hasta
ponía el despertador de madrugada para hacer suaves ejercicios de estiramiento
con el fin de conservar la elasticidad del cuerpo. Llamó al trabajo diciendo
que estaba enfermo; así podía pasar horas jugando por las mañanas y salir a
correr y hacer abdominales por las tardes.
Al conducir la semana Per tenía lista la raqueta, tal y como
habían convenido. Stig no veía la hora de probarla. Preparó el lanzapelotas y
se dirigió al otro lado de la pista sin apartar los ojos de la raqueta. El
primer golpe fue un passing shot
paralelo. Con aquel sonido fuerte y tan característico que no había vuelto a
oír desde su infancia, la bola salió disparada, pasó apenas unos centímetros
por encima de la red y cayó justo en la línea, un golpe que ningún jugador del
mundo sería capaz de devolver. Miró hacia las otras pistas. Al parecer, nadie
había reparado en el fuerte sonido de la raqueta. Dio unos cuantos golpes más,
ni en sueños los había imaginado mejores. Al guardar la raqueta le temblaban
las manos de alegría.
Los partidos preliminares del campeonato anual fueron, como
de costumbre, triviales. Stig utilizaba su raqueta vieja y buscaba con la
mirada a Axel, que jugaba en la pista 1. No tuvo dificultad alguna para
derrotar a sus mediocres contrincantes. Se encontraba a gusto. Se sentía en forma.
Tiraba a las líneas y la mera idea de que llevaba en la bolsa una raqueta capaz
de mejorar aún más su juego le hacía casi feliz.
Tras dos días de competición quedó muy claro que Stig y Axel
volverían a enfrentarse en la final un año más.
Antes del partido, Stig se quedó desnudo en el vestuario y
empezó a desempaquetar su nuevo conjunto de ropa interior JBS. Se vistió muy
lentamente y se aseguró de que todo estaba como debía. Colocó los cordones
nuevos en las zapatillas y se calzó. Para finalizar, se quedó mirándose al
espejo con la cinta en la mano. Tenía el rostro surcado de sutiles desgarrones
que le bajaban de los ojos por las mejillas. Se puso la cinta. Estaba listo.
Stig no utilizó la raqueta nueva en el calentamiento, la
reservaba para el partido. Axel empezaba sirviendo. Disparó un cañonazo sobre
el revés de Stig. Stig dio un paso hacia un lado a la velocidad del rayo y
restó con un cortísimo passing shot
cruzado que fue a parar a más de dos metros de un Axel que ya se acercaba a la
carrera. El resto resonó como una detonación e hizo que Axel se volviera
asombrado hacia su rival, que observó con regocijo cómo la novia del joven,
sentada entre el público, apartaba la vista de su teléfono móvil por un
instante. Stig rompió el servicio de su adversario y mantuvo el suyo, ganando
así el primer set por 6-4. Los
espectadores se alborozaron. Durante el descanso entre set y set, Axel ocultó la
cabeza debajo de una toalla blanca mientras Stig, tranquilamente sentado en su
silla, recolocaba las cuerdas de su raqueta. La verdad es que no pensaba en el
partido, tenía la mente en otras cosas. Pensaba en todas y cada una de las
cuerdas de su raqueta. Pensaba en Gorm,
en Harlekin y en todos los demás
gatos. Pasándose los dedos por los finos arañazos de la cara, pensaba que su
muerte no sería en vano.
Axel se llevó el segundo set
en el tie break y ganó el tercero
6-1. Stig se recobró en el cuarto, que ganó 6-4. El partido se decidiría en el
quinto y último set. Hacia el final de la manga Stig empezó a sentirse algo
apagado, pero le restó importancia, tomándolo por una simple señal de
cansancio. De haberle examinado un médico, habría podido comprobar que había
pillado una buena toxoplasmosis que empezaba a manifestarse con los síntomas de
la gripe.
Stig está inclinado hacia delante empuñando la raqueta.
Cambia el peso del cuerpo de un pie a otro, listo para recibir el siguiente
servicio. Por encima de la cinta asoman sus pronunciadas entradas, tiene el
rostro cuajado de arañazos. La fiebre le ha hecho palidecer. Está empapado en
sudor, pero tiene frío. Axel le envía un saque duro y certero sobre el revés
que le deja el tiempo justo para poner la raqueta y poco más, y la bola sale
disparada hacia arriba y se pierde al otro lado de la valla. El siguiente servicio
vuelve a ser potentísimo, esta vez sobre su derecha, pero más cerca del cuerpo.
Stig toca la pelota, pero no sostiene con suficiente firmeza la raqueta, que se
le escapa de las manos y le da en la boca. Nota algunos dientes sueltos y se
los escupe en la mano; son los dos incisivos. Se dirige a su silla. El juez
decide hacer un descanso de diez minutos. Stig empeora por momentos. Empieza a
oler a excrementos de gato. Vomita como un loco una y otra vez. Lo echa todo
por la pista hasta que no sale más que bilis, su estómago sigue convulso. Al
fin pierde el conocimiento y se desploma en medio de sus propios vómitos. Todo
el mundo se arremolina a su alrededor, su hija Emilie llora, Marianne su mujer,
intenta reanimarlo. Continúa inconsciente.
Stig sueña que está tendido en medio de un bosque. El sol le
calienta el rostro. Harlekin le
acompaña. El gato, que vive su mejor momento, caza para él y le lleva
pajarillos y conejos. Stig siente el contacto de la hierba bajo la espalda.
Unas personillas aladas le observan desde los árboles posadas como inmensas
aves. No sopla la más leve brisa. No se mueve una hoja. Será una foto, se dice.
Stig nota que va recobrando las fuerzas poco a poco. Siente la sangre que le
recorre las venas y llega a los músculos. Se incorpora. Marianne le abraza a
pesar de que está embadurnado de vómitos y sangre y le susurra:
-
Ya está bien, Stig, esto es una locura; estás asustando
a Emilie.
-
Es el último partido –protesta él.
Se pone en pie y regresa al terreno de juego. Así,
desdentado, con la cara arañada y el polo manchado de vómitos, parece un
desequilibrado, pero no ha perdido un ápice de concentración. Se dispone a
recibir el servicio. Lo más probable es que Axel vuelva a sacar sobre su
derecha y pegado al cuerpo, un golpe con el que ya tuvo éxito hace un momento.
Axel saca. Stig se arriesga y se echa hacia un lado. Tenía razón. Bloquea un
servicio perfecto con total limpieza y con un aullido machaca contra la línea
una bola inalcanzable para Axel, en plena carrera hacia la red. Los dos se
miran a los ojos por espacio de una décima de segundo. El joven parece
nervioso. Stig sonríe como un loco. Tiene la boca llena de sangre. Cuando Axel
retrocede para sacar, su contrincante observa que cojea ligeramente del pie
izquierdo; no mucho, pero sí lo bastante para que Stig sepa exactamente lo que
tiene que hacer. Axel saca de nuevo, esta vez una bola abierta sobre el revés
de Axel, un golpe que el joven solo podría devolver apoyando todo el peso del
cuerpo en el pie malo. Axel solo logra enviar la pelota a la red, donde Stig ya
está listo para el remate. Es el quinto y último set de la final, pero el partido está prácticamente sentenciado.
Axel hunde la cabeza entre los hombros y coge aire. Hace botar la pelota en la
tierra un par de veces. Se agita adelante y atrás y por fin lanza la bola hacia
arriba. Por debajo de la esfera suspendida en el aire, se encoge como una
serpiente disponiéndose a atacar a su adversario. Moviliza todas sus energías
en un último golpe desesperado. No apunta hacia ningún lugar concreto del área
de saque, se limita a concentrarse en servir con toda la fuerza posible y
confiar en la suerte. El furioso e incontrolable ataque postrero de un animal
herido que lucha por su vida. Stig se mece adelante y atrás. Hay cierto determinismo
en los movimientos de Axel. La fatiga de músculos y articulaciones y la lesión
del pie izquierdo deciden sin que él lo sepa dónde tocará la bola su raqueta.
Ya no tiene elección. En el interior de su cuerpo, millones de células
resuelven la única salida posible. Golpea la pelota con un grito. Stig le
aguarda, ya pronto, en el punto donde aterriza la bola. De derecha y en
perfecto equilibrio, asesta el golpe y la devuelve. Axel aún no ha completado
el movimiento circular del servicio cuando la bola regresa a su mitad de la
pista. “Ventaja – Andersen”. A Axel le vacila la mirada. Stig aprieta el puño.
Axel no puede pasarle, es imposible. Intenta recobrarse. Dedica unos instantes
a dominar la respiración. Con la vista clavada en el suelo inspira profundamente
varias veces. Manosea las bolas y elige la más dura. Stig contempla el vuelo de
la pelota antes incluso de que se aleje de la raqueta de Axel. Ve la
trayectoria exacta que recorrerá, la nubecilla de polvo que se arremolinará en
torno a ella en el punto donde caiga dentro de un momento. Siente su propio
golpe lanzándola en picado contra la línea lateral. Todo es una repetición, una
serie cronológica de movimientos. No es capaz de distinguir qué es realidad y
qué es sueño. Él se limita a actuar, a hacer que su cuerpo ejecute una simple
coreografía. Ya nadie tiene elección. La bola recorre la línea con un silbido.
“Juego y partido – Stig Andersen”. Stig se desploma en la pista. Marianne y
Emilie corren hacia él. Se ve a sí mismo tirado en el suelo con su ropa blanca.
Marianne trata de sostenerle la cabeza. Gatos, montones de gatos se pavonean
por la pista y, de tanto en tanto, se restriegan contra él con gesto mimoso.
Stig reconquista el título de campeón senior del club. Es su vigesimoprimer y último torneo. En los años
siguientes Axel gana sin dificultad, pero en el club todos se conocen y saben
que Stig es y será el mejor jugador de la historia del Club de Tenis de Rødovre.
Cuando Stig era un anciano y ya no podía jugar, seguía
frecuentando el club. Sin embargo, nunca salía a las pistas a ver un partido ni
a dar sus sabios consejos a los jugadores jóvenes. Jamás hablaba con nadie. Se
limitaba a sentarse en la terraza al pie de una estufa envuelto en una mantita
y con la mirada perdida, como si contemplara algo a lo lejos, quizás el monte
Copenhague. En los cálidos días de verano o en invierno, cuando un rayo de sol
atravesaba el gris del cielo, cerraba los ojos y levantaba su rostro risueño
hacia la luz. De algún punto indefinido bajo sus pobladas barbas salía un grave
runrún de placidez.