LA PRINCESA DE BABILONIA






Noche oscura de invierno, en la chocita de Skrolycka. Catalina está hilando en el torno, y el gato acurrucado en sus rodillas, ronronea. El marido, Juan Andersson, se calienta la espalda en la chimenea. Ha trabajado como leñador todo el día en el bosque de Erik, en Falla. No se podía, equitativamente, pedirle que se pusiese a trabajar cuando ha regresado. La misma Catalina encontraba natural que se distrajera con su hijita, que aquel invierno cumpliría los cinco años.

Catalina sumida en sus pensamientos, oía sin prestar demasiada atención, la charla de ambos. En general, los vigilaba, porque no quería que Juan dijera a su pequeña que era linda, inteligente y maravillosa, que con enfadosa frecuencia, solía hacerlo. Porque si Clara Aurelia desde la infancia, comenzaba a creérselo, Catalina sabía muy bien que nunca llegaría a ser una mujer como Dios manda.

Juan era incorregible. ¿Qué no inventaba para despertar la imaginación en la pequeña? Pero aquella noche Catalina se tranquilizó, pues él se preparaba a contar a la pequeña historias de la Biblia. Había comenzado por la creación del Mundo y había llegado al pasaje de la torre de Babel. Podía, entonces, esperarse que no dijera tonterías.
-         Los hombres llevaron argamasa, apagaron la cal, prepararon ladrillos y alzaron andamiajes. La torre crecía todos los días más y más. Bien sabían ellos que su obra no era grata a Dios, pero no hacían caso, pues se les había puesto en la cabeza escalar el cielo para ver cómo estaba hecho.
-         ¡Escuchadme, gente de bien! –dijo el buen Dios-. Os aviso por última vez: si no abandonáis vuestro plan, me obligaréis a precipitar sobre vosotros una gran desgracia. Y ésta será tal, que la padeceréis siempre, sin remedio.

Pero las gentes pensaban que el Señor sería indulgente como lo era siempre. Así pues, siguieron trabajando como si nada. Y la torre se alzaba cada día más alta.

Entonces el buen Dios confundió las lenguas. Hasta aquel momento todos habían hablado del mismo modo. Pero de repente, no se entendían. El maestro albañil queriendo decir “¡Dadme mezcla!”, decía, “¡Colví colvá!”. Y cuando los peones le preguntaban extrañados qué quería decir, decían, “¿Erbí, derbí, mirbí, marbé?”. Los maestros furiosos creían que los peones se estaban burlando de ellos y los reñían severamente. Pero en vez de decirles, “¡Hablad de modo que se os entienda!”, decían, “¡Ullen dullen dorí!”. Los peones estupefactos y paralizados no supieron articular nada más que “¡Abracadabra!”. Y así sucesivamente. De tal modo que al final, tanto se enredaron las cosas, que acabaron por llegar a las manos.

Desde aquel día, la amistad entre los hombres dejó de existir. Ya no pensaron jamás en la torre y se dispersaron cada uno por su lado.

Al llegar a esta parte de su relato, Juan dirigió una mirada a Catalina. El torno se había parado y la mujer y el gato parecía que estaban dormidos. Juan siguió contando su historia pero bajando un poco la voz:

-         “Entre las gentes que habían trabajado o hecho trabajar en la edificación de la torre, había también un rey y una reina que tenían una princesita. Entonces de pronto, la nenita se puso a hablar de un modo tan chusco que nadie comprendía una palabra de lo que decía. El rey y la reina asustados no la quisieron más tiempo en el castillo y la expulsaron. Y la princesa se fue sola vagando por el mundo.
Se sentía muy desgraciada y muy inquieta. Tenía miedo de encontrarse con osos o con lobos porque sabía que la devorarían viva. Pero era tan pequeñita y tan graciosa que nadie le hizo el menor daño. Al contrario, todos cuantos la encontraban a su paso se acercaban a ella, le tendían la mano y le preguntaban dónde iba. Sólo que no podían entender lo que ella contestaba y continuaban su camino sin preocuparse más de ella.
Chiquita y bonita, sólo tenía que presentarse delante de los castillos para que las puertas de le abriesen de par en par. Pero en todas partes pasaba lo mismo, apenas abría la boca, perdían el interés por ella debido a la rara lengua aquella que hablaba.
Finalmente, después de haber pasado por todos los reinos, una noche llegó a un gran bosque, y cuando lo cruzó se encontró ante una chocita tan baja, que apenas podía quedarse de pie bajo el dintel de la puerta.
No obstante, entró y dijo: ¡Buenas noches!
En la casa, ante la chimenea, la esposa hilaba la lana y el esposo se calentaba junto al fuego. Cuando vieron llegar a la princesita, respondieron también: ¡Buenas noches!
La princesita se sintió feliz al oír que en aquella casa se hablaba como ella, aunque, por precaución, no quiso contarles todavía su historia.
-         ¿Cómo se llama esta casa? –dijo para probar.
-         Se llama Skrolycka –respondieron sus dueños.
Ella vio que la entendían perfectamente.
Se sentía loca de alegría pero quiso cerciorarse una vez más.
-         ¿Cómo se llama la lengua que habláis en esta casa? –preguntó.
-         ¡Pues la lengua del Värmland! –respondió la pareja.
Entonces la princesita se acercó a ellos y les pidió que la dejasen quedarse allí, pues por fin, había hallado un lugar en el que la entendían.
Pero cuando entró en el círculo de claridad del fuego, las gentes de la casa vieron que se trataba de una princesa extraviada y le dijeron que se equivocaba de casa. La lengua del Värmland se habla en todo el país. Así pues, podría elegir dónde quedarse. La princesa no quiso oír nada.
-         No –respondió- no me he equivocado. Es aquí donde quiero quedarme porque sé que aquí seré útil y traeré felicidad.

La pequeña Clara Aurelia había permanecido inmóvil sobre las rodillas de su padre durante todo el relato, escuchándolo con los ojos llenos de sorpresa. Cuando Juan hubo terminado guardó silencio un instante. Después volvió la cabeza y se puso a mirar a su alrededor como si viese la casa por primera vez.
-         Bien –dijo al fin, tras un momento de reflexión-. Por ahora todo seguirá igual, pero cuando sea mayor, he de volver de donde vine.

El rostro de Juan se demudó. Y para colmo de desgracias, Catalina, que se había despertado, había escuchado el final de la conversación.
-         ¡Te está bien empleado! –dijo a su marido-. ¡Aquí tienes el resultado de hacer creer a esta pequeña que es tan extraordinaria!


SELMA LAGERLÖF 


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