EL ECLIPSE DE SOL





Eran Stina, de la Montaña de los pastizales; Lina, de la granja de los Pájaros; Kaisa, del Pantanito; Maya, de la Gran Altura; Beda, de las Tinieblas Finlandesas; Elin, la joven que habitaba la antigua casa del soldado, y tres o cuatro mujeres más.
Vivían en el más apartado extremos del concejo, al pie de la Gran Altura, en una comarca tan pedregosa y tan poco fértil, que ningún gran propietario del país había tenido intención nunca de apropiarse. La casa de una de ellas estaba edificada en una meseta desnuda de la montaña, en la roca misma; la de otra se alzaba a la orilla de una turbera; una tercera habitaba en lo alto de una colina, tan escarpada, que se cortaba la respiración para subir a ella. Y si, como cosa extraordinaria, una de ellas poseía un terreno menos estéril para el emplazamiento de su cabaña, que la montaña dominaba, era tal que no veía el sol desde la feria de otoño hasta el día de la Anunciación.
Todas habían roturado un trocito de campo, cerca de su casa, para las patatas, trabajo que había costado mucho. Claro que allí, como en otras partes, había terreno más o menos graso. Pero todas habías sudado lo suyo para hacerlo fértil. A veces, había sido preciso arrancar del trocito cultivado piedras que hubiesen bastado para construir las cuadras de un castillo; otras, había sido necesario excavar pozos tan profundos como sepulturas. Una de ellas había tenido que llevar la tierra, saco por saco, y extenderla sobre la montaña pelada. Y las que poseían una buena tierra, tenían que luchar incansablemente contra las enredaderas y los cardos que parecían crecer con la convicción de que el campo había sido labrado expresamente para ellos.
Todas las mujeres estaban solas durante la jornada, incluso aquéllas que tenían un marido, porque éste trabajaba como jornalero abajo, en las granjas. Y los niños, si los había, iban a la escuela. Algunas de ellas eran pobres viejas con hijos mozos que se habían ido a América.
Solitarias como estaban, para ellas era una necesidad verse de vez en cuando ante una taza de café. No es que sintiesen una gran simpatía las unas a las otras, ni que estuviesen siempre de acuerdo, pero sí les gustaba saber lo que hacían las demás. Algunas se sentían melancólicas bajo los árboles de la montaña si no veían a nadie, otras experimentaban la necesidad de pararse para hablar de la última carta de América, y dos o tres, eran charlatanas y alegres y suspiraban cuando podían disfrutar de aquellos preciosos dones del buen Dios.
No era tan poco difícil organizar una pequeña recepción. Todas ellas poseían un filtro para el café y tazas, se compraba la nata en la casa del herrero si no se tenía vaca propia, los pasteles los traía el coche del lechero, y no faltaban los tenderos que vendían café y azúcar. Ofrecer una buena taza de café era la cosa más sencilla del mundo, pero había que encontrar la ocasión.
Y todas ellas, Stina, Lina, Kaisa, Beda, Elin y las otras tres o cuatro mujeres estaban de acuerdo que, razonablemente, no podían reunirse un día laborable. Porque si se tratase de malgastar el tiempo, que es la cosa más preciosa de todas las que no se recuperan, tendrían mala reputación.
Estaban igualmente de acuerdo en que tampoco era posible ofrecer el café los domingos ni los días de fiesta. Unas, por aquellos días, tenían al marido y a los niños en casa, y no necesitaban compañía. Otras, querían ir a la iglesia o de visita a casa de sus parientes, o bien exigían durante todo el día una calma y un silencio para darse cuenta que era domingo.

Así pues, era muy necesario vigilar bien la ocasión que se pudiera presentar durante la semana. La mayor parte de ellas elegían para estas reuniones el día de su santo. También se celebraban los grandes acontecimientos de la vida familiar, como por ejemplo, cuando al último chiquitín le salía su primer diente, o cuando a fuerza de paciencia, daba sus primeros pasos. Las que recibían cartas de América con dinero, veían en ello una buena razón para invitar a sus vecinas. Podían también, pedir la visita, cuando se necesitaba ayuda para puntear una manta o montar un telar.

A pesar de todo, las ocasiones no eran tan numerosas como se hubiese deseado, y un año, una de las pobres mujeres se vio en un grave compromiso. Le tocaba su turno para reunir a las demás y no deseaba otra cosa que cumplir con este deber, pero por más que le daba vueltas, no hallaba motivo alguno para celebración.
No podía invitarlas por ser su santo porque se llamaba Beda y este nombre no figura en el calendario, ni por el santo de alguno de la familia, pues desgraciadamente tenía a todos en el cementerio. Era muy vieja ya, por lo que la manta que la cubría, le duraría perfectamente hasta el fin de sus días. Tampoco la pobre, recibía nunca carta alguna. Vivía sola con su gato y aunque lo quería mucho, y también bebía café como ella, no era cuestión de festejar por un gato.
A fuerza de reflexionar y de leer y releer su calendario, encontró al fin una buena idea. Lo revisó varias veces desde el principio hasta el final, desde la cara Real y la Explicación de los Signos y Abreviaturas hasta las Ferias de 1912, e incluso las reseñas postales. Al llegar a la última línea, comenzó de nuevo, como si adivinara que era de allí donde le estaba aguardando algo. De repente, lo estaba releyendo por sexta vez, cuando su mirada de detuvo en el capítulo Eclipse. Supo entonces, que en aquel año de mil novecientos doce del nacimiento de Cristo, habría un eclipse de sol el 17 de abril. Este eclipse tenía que comenzar a las doce y veinte del mediodía y terminar a las dos y cuarenta, abarcando nueve décimas partes del disco solar. Varias veces había leído estos datos sin concederles importancia, pero ahora su mente se iluminó porque tenía delante la solución que buscaba.
No duró mucho esta primera certidumbre y rechazó la idea como demasiado atrevida. ¿No se burlarían de ella las vecinas? Pero durante los días siguientes pensó en ello más y más, y al fin, decidió correr los riesgos de la empresa.
Pensándolo bien ¿qué mejor amigo tenía ella en el mundo que el sol? Como su cabaña estaba situada al pie de la montaña, el sol no entraba en ella durante todo el invierno. Así pues, la viejita contaba los días que faltaban hasta su reaparición en primavera. El sol era el único objeto de sus suspiros, el sol era siempre dulce y compasivo, jamás lo hallaba excesivo. Se sentía vieja y era vieja, sus manos temblaban como si tuviesen cuartanas[1] siempre. Cuando se miraba al espejo, se veía pálida y descolorida, como cuando se tiende una tela para blanquear. Sólo cuando los rayos de sol caían sobre ella, abundantes y cálidos, se sentía una mujer viva y no un cadáver animado.
Cuanto más lo pensaba, más reconocía que no existía en todo el año un día tan deseado de celebrar como aquel, un día en el que su amigo el sol, tras una áspera lucha con las tinieblas, y una deslumbrante victoria, continuaría su camino con nuevo esplendor y con nueva energía.
El 17 de abril no estaba lejos, pero le sobraba tiempo para preparar su gran fiesta. Llegado el día del Eclipse, se hallaron reunidas Stina, Lina, Kaisa, Maya y las demás, en casa de Beda, su casita de las Tinieblas Finlandesas.
Tomaron la primera taza de café, luego una segunda, después una tercera, charlaron de unas cosas y de otras, y se dieron cuenta que aún desconocían en honor de qué o quién las había invitado Beda.
Mientras tanto, el eclipse se verificaba sin que ellas prestasen al fenómeno mucha atención. En un segundo, el eclipse llegó a su máximo periodo, el cielo se volvió gris pizarroso, la naturaleza parecía cubierta de ceniza, se levantó un viento frío… Silbaba como las trompetas del Juicio Final y parecían los gemidos del fin del mundo. Las mujeres entonces, empezaron a sentirse algo incómodas. Pero una suprema taza de café más, logró devolverles su aplomo.
Cuando todo se hubo terminado y el sol salió victorioso de su lucha, reinó de nuevo el cielo, tan brillante y tan alegre, que nunca se le había visto tanta luz y tanta energía en todo el invierno. La vieja Beda se acercó con las manos juntas a la ventana. Sus ojos recorrieron la parte soleada delante de su casa y entonó dicho cántico: “Tu hermoso sol se eleva aún, yo te bendigo, Dios mío. Con fuerza y valor y esperanza renovados, elevo mi voz gozosa”.
Se mantenía delgada y diáfana ante la ventana. Mientras cantaba, los rayos de sol flotaban alrededor de ella, como deseosos de infundirle un poco de vida, de calor, de fuerza.
Cuando terminó el versículo se volvió hacia sus invitadas y dijo como disculpándose:
-         Amigas mías, yo no tengo más amigo que el sol. Por ello, he querido preparar esta pequeña fiesta el día del eclipse. Quise que estuviésemos juntas para recibirlo cuando saliese de sus tinieblas.

Todas comprendieron lo que la vieja quería decir y un poco emocionadas, comenzaron su alabanza al sol, que era tan bueno para los pobres como para los ricos; que en invierno, cuando entraba en las casas, producía tanto bien como una llamarada; y que en cuanto brillaba, hacía amable la vida, cualesquiera que fuesen las penas que hubiese que soportar.
Al regresar cada una de ellas a sus sendos hogares, todas iban risueñas y alegres. Se sentían, de alguna manera, más ricas, más seguras, porque habían comprendido qué amigo tan noble y tan fiel tenían en el sol.

Cuando se trataba de un gran eclipse, ya que nueve décimas partes del disco solar quedaban obscurecidas, el fenómeno llamó mucho la atención en todas partes donde fue visible.
Los sabios se habían movilizado con sus instrumentos para medir y calcular.
Las gentes vulgares preparaban cristales ahumados y anteojos para contemplarlo.
Los alumnos de las escuelas obtuvieron permiso para dejar las clases y poder admirar el espectáculo.
Los periódicos llenaron sus columnas con la descripción del cielo, que cambiaba de color; de los pájaros, que dejaban de cantar; de la obscuridad, que había invadido todo.
Pero por grande que fuese el caso que se hiciera del eclipse, creo que nadie tuvo la idea de celebrar con una fiesta la victoria del sol, salvo la anciana Beda, de las Tinieblas Finlandesas.

SELMA LAGERLÖF
   




[1] Cuartanas: se refiere a una especie de fiebre palúdica e intermitente que duraba cuatro días. De ahí lo de “fiebre cuartana”.  Así llamaban los antiguos, a los episodios de fiebre y escalofríos, que viniendo cada tres días, serían tercianas. Se trataban con algo de quina, cuando se podía obtener. (Nota de la traductora)

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