INGMAR BERGMAN XIV



Fanny y Alexander es una película autobiográfica en el que se concentra todo el universo del director sueco, en la que se nos traslada a los recuerdos de su bellísima Uppsala natal. Concebida en un principio como serie de televisión -de ahí su extensísimo metraje- curiosamente, como espectadores logramos conservar el interés intacto hasta sus créditos.

Es la historia de dos hermanos a través de cuyos ojos vemos la vida, una vida tejida con los crueles mimbres de la rigidez moral, y sin embargo, a ratos se nos mostrará espléndida y luminosa.

Fanny y Alexander es posiblemente la más asequible de sus obras y para nosotros, sin duda, la más hermosa. Vaya pues, este cuento-homenaje para cerrar la conmemoración del Centenario de su nacimiento.


FANNY Y ALEXANDER, 
UN CUENTO DE NAVIDAD.

Érase una vez un niño que le gustaba mirar desde detrás de las cortinas de un pequeño teatro de marionetas “Ei blot til Lyst” o un mero deseo.
Recorría las estancias de la vieja casa de su abuela buscando a su madre. De habitación en habitación, todas decoradas de rojo intenso, en mil tonos, cortinas, alfombras, tapices… en mil texturas, terciopelos, rasos, linos…
El reloj marcaba las tres, el hielo comenzaba a cristalizarse en las ventanas, pero la casa parecía seguir vacía.


De repente, comenzó a oír los pasos de su abuela y corrió a esconderse debajo de la mesa. Helena, la viuda, caminaba nerviosa pero segura, supervisando cada detalle para la gran cena familiar en la mansión Ekdahl. Vestida también de rojo, hacía indicaciones a las dos criadas que estaban decorando el árbol de Navidad.
-          ¿Por qué siempre estás tan triste en esta época del año? –le recriminaba a una de sus más viejas criadas.

Y sin embargo, la que ocultaba sus ganas de llorar era la propia Helena. 


Mientras, los padres de Alexander estaban dando fin a la última actuación del año. Su padre Oscar era mejor gerente que actor; su madre Emelie era hermosa y llena de talento. También actuaba su hermana pequeña Fanny, a la que adoraba como al ángel que interpretaba. El sentido discurso que dio su padre aquella noche quedaría para siempre en la memoria de Alexander: “Adoro este pequeño mundo –dijo-. Y también amo a todos los que trabajan en este pequeño mundo. Al otro lado está el gran mundo, que a veces se refleja en este otro pequeño mundo, para que podamos entenderlo mejor… o para olvidarlo por un segundo. Este teatro es un pequeño espacio de orden, rutina y conciencia. Amo el teatro. Perdonadme, porque esta noche me siento cómicamente solemne”.

A la mansión ya empezaban a llegar los invitados. Entre ellos estaba el tío Isak, un viejo conocido de los abuelos y que mantenía esa especie de amistad matrimonial con Helena, con más intención que deseo, pero con la complicidad y el respeto de los años.

Pasadas las cuatro y media, la cena había dado a su fin. Y criadas, niños y adultos bailaban alrededor de las mesas aún llenas de copas, botellas, platos y fuentes a medias de terminar.


Después vendría la lectura de unos pasajes de la Biblia para relajar a los pequeños antes de irse a la cama.

A Alexander le encantaba tener a todos sus primos reunidos en aquel dormitorio y contar historias a través de su pequeña linterna mágica.

Isak y Helena aprovechaban el silencio de la casa para tomar el último coñac y hacerse las últimas confidencias: “Todo es peor cada día –suspiraba la abuela-. Todo el mundo interpreta su papel, unos con fastidio y abandono, otros como yo con gran esmero. Querido Isak, siempre fuiste dulce y delicado como las fresas por la mañana”. 


En una de los dormitorios armaba escándalo con la niñera el achispado tío Gustav. Personaje ridículo y bochornoso, que en su intento de ser infiel, resultaba cada vez más impotente.

Un fatídico día, el padre de Alexander cayó desmayado en las tablas de su teatro, frente a la mirada perpleja de su hijo. De repente, los colores y los sonidos de la casa cambiaron. Alexander se negó a despedirse del moribundo que estaba postrado en aquella cama con el cubo de las heces al lado. Aquel ya no era su padre. Por la noche los gritos de dolor de la joven viuda despertaron a Alexander. Aquella ya no era su madre. 

Un manto de nieve y luto cayó en la familia aquel invierno. Pero tras el funeral, Alexander veía al fantasma de su padre tocando el piano de vez en cuando.

Ya en primavera, el obispo Edvard Vergérus propuso matrimonio a la madre de Alexander. Emelie habló con sus dos hijos y les explicó la situación. Alexander se mostraba cada vez más rebelde en la escuela y daba demasiados disgustos a su madre. Las palabras del obispo aquella tarde, también resonarían en la mente del pequeño Alexander: “La imaginación es algo espléndido. Una fuerza poderosa, un don de Dios, quien la ha confiado para nosotros a los grandes artistas, escritores, músicos…”. Los niños no debían usar esa imaginación, ni por supuesto, jugar con ella.

Tras las nupcias, madre e hijos, se trasladaron a vivir al obispado. El nuevo esposo pidió a Emelie que se adaptaran al ambiente de pureza y austeridad que regían la casa. Que entraran en su nuevo hogar sin alhajas, sin vestidos, sin pertenencias, sin costumbres, sin ideas… para abrazar su nueva vida. 

Al principio, Emelie parecía adaptarse, parecía feliz, parecía amar. Reflexionaba acerca de su vida: “Creo que nunca me ha preocupado nada muy en serio –le confesaba a su segundo esposo-. Como si hubiera un fallo básico en mi modo de sentir, porque no me dañaba nada realmente, ni porque nunca me sentía realmente feliz”. Los niños en cambio, ni se adaptaron nunca, ni se mostraban felices. Se sentían literalmente enjaulados.


La abuela Helena estaba preocupada por la felicidad y el bienestar de su nuera y de sus nietos. Ella lo había tenido todo. Se había sentido feliz de ser madre, feliz de ser actriz: “Todo el mundo interpreta su papel –repetía una y otra vez-, unos divertidos otros menos. Pero lo cierto es que la realidad, ahora a la vejez, resulta más llevadera”.

Mientras, en el obispado, los niños eran maltratados de mil maneras. Había una perversa y hombruna criada llamada Justina que malmetía entre el obispo y sus hijastros. Cuando Emelie se dio cuenta de todo, trazó un plan para escapar con los niños. Se encontraba de nuevo embarazada y el divorcio era impensable.

Una mañana, el tío Isak se presentó a comprar un viejo arcón y los pequeños consiguieron escapar en el interior. Pero la tienda de antigüedades del tío estaba llena de espanto a los ojos de Alexander. Dos hermanos, Ismael y Aron, perturbados y siniestros, azotaban la estabilidad del muchacho. Relatos de momias, espíritus, ángeles, duendes y diablos, resonaban en las paredes de aquella casa.

Mientras, Emelie conversaba con Edvard. Él siempre se había visto como un hombre justo, prudente y tolerante. No entendía la reacción y el miedo que despertaba ahora en los de su alrededor. Pero Emelie ya había tomado una decisión. 


Finalmente, una noche el fuego apocalíptico se abrió paso en la casa y el obispo pereció. Las llamas ocultaron su sangre envenenada. Y Emelie, otra vez viuda, podía regresar con sus hijos a la mansión Ekdahl.

Ya en primavera, en la casa se preparaba una nueva celebración. Las paredes, las ventanas, las mesas, estaban llenas de rosas y verdes. La familia festejaba la vida, un nacimiento, un renacimiento. Las palabras de su tío resonarían en la memoria de Alexander para siempre: “Ignoramos los grandes interrogantes… Vivimos en nuestro pequeño mundo. Ideamos escapatorias para evadirnos del drama. Somos gente evidente y tangible. Por eso, seamos felices, afectuosos, generosos, buenos y hallemos el placer allá donde se esconda”. 


Alexander y Helena aprovechaban el silencio de la casa para hacerse las últimas confidencias, mientras leían la última obra de August Strindberg, ese horrible misógino, como le llamaba la abuela:

“Todo puede ser. Todo es posible e inusitado. El tiempo y el espacio no existen.
Y sobre una débil trama de irrealidades la imaginación teje y modera nuevas formas”. 




© MAR HORTELANO
Diciembre, 2018.

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