MI LUCHA 3: LA ISLA DE LA INFANCIA
MI LUCHA 3: LA ISLA DE LA
INFANCIA
KARL OVE KNAUSGÅRD
(Traducción Kirsti
Baggethun y Asunción Lorenzo)
Editorial Anagrama Compactos, Barcelona, 2017
Claro está que yo no recuerdo nada de aquella época. Resulta
completamente imposible identificarse con ese bebé al que mis padres hacían
fotos; resulta tan difícil que casi parece incorrecto emplear la palabra “yo”
para hablar de aquello. Tumbado en el cambiador, por ejemplo, con la piel
inusualmente roja, las piernas y los brazos abiertos y una cara retorcida en un
grito cuya causa ya nadie recuerda, o sobre una piel de oveja en el suelo con
un pijama blanco, todavía con la cara roja y unos grandes ojos oscuros
ligeramente bizcos. ¿Esa criatura es la misma que la que está aquí sentada, en
Malmö, escribiendo esto? ¿Y esa criatura sentada en Malmö escribiendo esto con
cuarenta años, un día nublado de septiembre, en una habitación llena de
murmullo del tráfico de fuera y el viento otoñal que aúlla por el anticuado
sistema de ventilación, será la misma que ese viejo gris y enjuto que dentro de
cuarenta años tal vez esté sentado temblando y babeando en una residencia de
ancianos en algún lugar de los bosques suecos? Por no hablar del cuerpo que un
día estará tendido sobre una mesa en el depósito de cadáveres. Se seguirá
hablando de él como “Karl Ove”. ¿No es, en realidad, increíble que un solo
nombre contenga todo esto? ¿Que contenga el feto en el vientre, el bebé en el
cambiador, el cuarentón detrás del ordenador, el anciano en el sillón, el
cadáver sobre la mesa? ¿No sería más natural operar con distintos nombres, ya
que la identidad y el concepto de uno mismo varían tantísimo? Algo así como que
el feto se llamara Jens Ove, por ejemplo, el bebé Nils Ove, el niño de entre
los cinco y los diez años Per Ove, el de entre diez y doce Geir Ove, el de
entre diecisiete y veintitrés John Ove, el de veintitrés y treinta y dos Tor
Ove, el de treinta y dos y cuarenta y seis Karl Ove, etc, etc… Entonces el
primer nombre representaría lo propio de la edad, el segundo nombre la
continuidad y el apellido la pertenencia familiar. Págs. 14, 15.
El año que empezamos el colegio, ninguno de nosotros creía
ya en el genio de las aguas, los gnomos o los troles, y nos reíamos de los que
aún lo hacían, pero la idea de los fantasmas y los espectros seguía viva, quizá
porque no nos atrevíamos a ignorarla; al fin y al cabo había personas muertas,
eso lo sabíamos todos. Otras ideas que teníamos, que procedían de la misma
complicada esfera, es decir, la mitología, eran más luminosas e inocentes, como
por ejemplo la del final del arcoíris, donde según se decía había un tesoro.
Hasta el otoño del primer curso de primaria creíamos lo bastante en esa leyenda
para ir a buscarlo. Pág. 30.
Al día siguiente la temperatura había bajado y ya no llovía.
Los botines del año anterior me estaban pequeños, y mi madre sacó unos
calcetines gordos para que me los pusiera dentro de las botas. El plumas azul
todavía me quedaba bien, sólo tenía un año. Y luego llevaba un gorro azul, que
en cuanto pisé la calle me lo calé tanto que era como un tejado negro en la
parte superior de mi campo de visión. Anne Lisbet llevaba un plumas azul claro,
de una tela lisa y brillante, al contrario que la del mío, que estaba ya un
poco mate y áspera. Su gorro, por el que asomaba el pelo negro, era blanco, también
llevaba una bufanda blanca, un pantalón azul y un par de flamantes botines
rojos. Estaba con las otras niñas y no me miró cuando yo las miré a ellas.
El color de su plumas era increíblemente bonito.
Yo también quería uno así.
Cuando llegamos al colegio y todos habían dejado sus
mochilas en donde nos colocábamos para entrar, conseguí que Geir viniera
conmigo a quitarles los gorros. Él se ocuparía del de Solveig y yo del de Anne
Lisbet. Ella estaba de espaldas, y cuando se lo arranqué, se volvió con un
chillido. Esperé hasta que nuestras miradas se cruzaran, y entonces eché a
correr. No corrí tan deprisa como para que ella no pudiera seguirme, pero
tampoco tan despacio como para que todos pudieran darse cuenta de que estaba
esperándola. Sus pasos sonaron en el asfalto justo detrás de mí.
¡Y me abrazó!
¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
Su maravilloso plumas gordo se apretó contra el mío, ella
sonreía gritando “Dámelo, dámelo”, y yo fui incapaz de alargar el momento,
manteniendo el gorro en alto sobre ella, mi felicidad era demasiado grande, se
lo devolví sin más, y me quedé inmóvil, mirando cómo se lo ponía y se alejaba.
¡Acto seguido se volvió y me sonrió!
¡Le brillaban los ojos, ah, esos ojos tan negros y bonitos!
Fue como entrar en una zona de algo luminoso y resplandeciente,
contra lo que todo lo de fuera palidecía y perdía importancia. Sonó el timbre,
subimos en fila la escalera, recorrimos el pasillo, nos sentamos en los
pupitres y sacamos los libros. Yo hice lo que teníamos que hacer, escuché
cuando debíamos escuchar, hablé como hablaba siempre, dibujé mis barcos
hundidos y mis hombres rana, me comí el bocadillo y me bebí la leche, jugué al
fútbol, fui a casa cantando sentado en el autobús al lado de Geir, subí
corriendo la última cuesta en medio del grupo con la mochila bailando a la
espalda, siempre presente en cuerpo y alma, y sin embargo ausente, porque
dentro de mí había de repente un nuevo cielo bajo cuya bóveda parecían nuevos
incluso los pensamientos y quehaceres más usuales. Págs. 199, 200.