MI LUCHA 4: BAILANDO EN LA OSCURIDAD



MI LUCHA 4: BAILANDO EN LA OSCURIDAD
KARL OVE KNAUSGÅRD
(Traducción Kirsti Baggethum y Asunción Lorenzo)
Editorial Anagrama, Barcelona, 2016

Esperé como un cuarto de hora, sentado en una escalera fumando, mirando las estrellas y pensando en Hanne.
Vi su cara delante de mí.
Ella se reía, sus ojos emitían destellos.
Oí su risa.
Ella se reía casi siempre. Y cuando no se reía, la risa burbujeaba en su voz.
¡Por favor!, solía decir cuando algo le resultaba irrazonable o cómico.
Pensé en cómo era cuando se ponía seria. Entonces era como si estuviera mucho más en mi campo, y yo me sentía como una enorme nube negra que la rodeaba. Pero sólo ocurría cuando se ponía seria, nunca en otras ocasiones.
Cuando estaba con Hanne, yo también me reía casi todo el tiempo.
¡Esa pequeña nariz suya!
Ella era más chica que mujer, de la misma manera que yo era más chico que hombre. Yo solía decir que ella parecía una gata. Y era verdad, había en ella algo felino, en sus movimientos, pero también en una especie de suavidad, algo que quería pegarse a ti.
Oía dentro de mí su risa mientras fumaba mirando las estrellas. Entonces escuché el pesado zumbido del autobús que subía por la calle, entre la hilera de casas, tiré la colilla, me levanté, conté lentamente las monedas en el bolsillo y se las di al conductor al subir.
Ah, esas luces atenuadas de los autobuses por las noches y los sonidos sordos. Los pocos pasajeros sentados, inmersos en su propio mundo. El paisaje que pasa deslizándose por la oscuridad de fuera. El zumbido del motor. Así sentado, pensando en lo mejor que uno tiene, en lo más querido, deseando sólo estar allí, como fuera del mundo, de camino de un lugar a otro, ¿no es entonces cuando uno está por fin presente en él? ¿No es entonces cuando uno por fin está de lleno en el mundo?
Ah, ésta es la canción del joven que amaba a la joven. ¿Tiene derecho a usar una palabra como “amar”? Él no sabe nada de la vida, no sabe nada de ella, no sabe nada de sí mismo. Lo único que sabe es que jamás ha sentido algo con tanta fuerza y tanta claridad. Todo duele, pero no hay nada tan bueno como eso. Ah, ésta es la canción sobre tener dieciséis años y estar sentado en un autobús pensando en ella, la única, sin saber que esos sentimientos se irán atenuando poco a poco, apagando, que la vida, que ahora es tan grande y formidable, será inexorablemente cada vez más pequeña, hasta hacerse de una magnitud manejable, algo que no duele tanto, pero que tampoco es tan bueno. Págs. 180, 181.

Me obligué a mí mismo a quedarme fuera un poco más.
Luego abrí la puerta de cristal. La cerré detrás de mí y me senté en el sofá al otro lado de la mesa, enfrente de él. Había dejado las hojas en un montón. Estaba liándose un cigarrillo, no me miró.
-         ¿Y bien?
Sonrió.
-         Está bien –dijo.
-         ¿Seguro?
-         Sí…í. Más o menos como los otros que he leído.
-         Bien –dije-. Ya tengo seis. Si consigo acelerar un poco, tal vez pueda tener unos quince cuando acabe el colegio.
-         ¿Qué harás entonces? –preguntó Yngve. Se puso el cigarrillo liado algo torcido entre los labios y lo encendió.
-         Enviarlos a una editorial, claro –respondí-. ¿Qué te creías?
Él me miró.
-         No creerás que alguien va a publicarlos, ¿no? ¿En serio lo crees?

De repente, con el alma helada me encontré con su mirada. Toda la sangre desapareció de mi cabeza.
Él sonrió.
-         Sí que lo creías –dijo-
Tenía los ojos brillantes y tuve que volver la cabeza hacia otro lado.
-         Puedes enviarlo –dijo-. Y a ver qué te dicen. A lo mejor despiertan su interés.
-         Pero has dicho que te gustaban –le recordé, levantándome-. ¿No has sido sincero?
-         Claro que sí. Pero todo es relativo. Yo los he leído como textos escritos por mi hermano de diecinueve años. Y están bien. Pero no creo que sean lo bastante buenos como para ser publicados.
-         Vale –dije, y salí otra vez a la terraza. Vi cómo retomaba la lectura del libro de Fløgstad que le había regalado mi madre. La copa de coñac que reposaba en su mano. Como si lo que acabara de decir no tuviera ninguna importancia. Como si lo que yo estaba haciendo no fuera nada especial.

Que se joda.
¿Y él qué sabía? ¿Por qué iba a escucharle justo a él? A Kjartan le gustaban los textos. Él era escritor. ¿O también lo decía él basándose en que era su sobrino de diecinueve años el que escribía, que estaba bien teniendo en cuenta eso?
Mi madre dijo que pensó que yo era todo un escritor cuando los leyó. Como si para ella fuera una sorpresa, como si no lo hubiese sabido, y eso no podría ser falso. Lo dijo sinceramente.
Pero, joder, yo era su hijo.
No creerás que alguien va a publicarlos, ¿no? ¿En serio lo crees?
Yo se lo mostraría, joder. Yo le mostraría a todo ese jodido mundo de mierda quién era yo y de qué estaba hecho. Aplastaría a cada uno de esos cabrones. Los dejaría a todos mudos. Claro que lo haría. ¡A toda esa chusma! Sería tan grande que nadie me alcanzaría. Nunca en la puta vida. Sería el más grande de todos. Esos jodidos idiotas. Los aplastaría a todos, uno por uno.
Tendría que hacerme grande. Era completamente necesario.
De lo contrario, ya podía suicidarme. Págs. 457, 458.


Entradas populares de este blog

SELMA LAGERLÖF poemas

ISAK DINESEN

CUENTOS DE ESCALDO: de Borges a Vikings