EL HOMBRE QUE PERSEGUÍA SU SOMBRA
EL HOMBRE QUE
PERSEGUÍA SU SOMBRA
DAVID LAGERCRANTZ
(Traducción Martin
Lexell y Juan José Ortega)
Ediciones Destino,
Barcelona, 2017
Diciembre, un año y
medio antes
¿Qué puede perdonarse y qué no? Leo y Carl habían hablado
mucho sobre ello. La pregunta era importante para ambos, pero de diferentes
maneras. Por lo general, adoptaban una actitud generosa: la mayor parte de las
cosas podían perdonarse, hasta los abusos de Ivar. Hubo un tiempo, incluso, en
el que Leo se reconcilió con él. Llegó a verlo como a alguien incapaz de ser
mejor, una persona malvada, igual que hay otras que son tímidas o que no tienen
oído para la música. Ivar comprendía los sentimientos ajenos tan mal como un
negado para la música comprende armonías y melodías. Leo lo trataba con indulgencia,
y de vez en cuando Ivar le correspondía con un poco de amabilidad, una
palmadita en el hombro, una mirada cómplice; con cierta asiduidad le pedía
consejo, quizá por interés propio, pero aún así… A veces hasta le obsequiaba
con un cumplido:
-
¡En el fondo no eres tan mal tipo, Leo!
El matrimonio de Ivar y Madeleine
Bard dio al traste con todo eso, y Leo se vio envuelto en una espiral de odio
que ninguna terapia del mundo podía curar ni controlar. Leo no opuso
resistencia. Lo aceptó sin más, como se acepta una fiebre o un vendaval. Lo
peor eran las noches o justo antes del amanecer, cuando la rabia y el deseo de
venganza le palpitaban en las sienes y el pecho. Fantaseaba con disparos
fortuitos, accidentes, humillaciones sociales, enfermedades y repulsivas
erupciones de piel. Incluso se dedicaba a agujerear fotografías y a intentar
provocar, con su poder mental, que Ivar se cayera de un balcón o de una
terraza. Estaba al borde de la locura. Pero no sucedió nada, excepto que Ivar
se volvió inquieto y se mantenía siempre alerta: era posible, incluso, que
también él tramara algo. El tiempo pasaba y unas veces las cosas mejoraban y
otras empeoraban. Hasta ese mes de diciembre de hacía ya año y medio.
Nevaba y hacía mucho frío. La
madre de Leo estaba agonizando. Él acudía a verla tres veces por semana e
intentaba ser un buen hijo y consolarla, pero no era fácil. La enfermedad no
mejoraba su carácter. La morfina le había arrancado una capa más de
autocensura; hasta el punto de que ella lo llamó “débil” en dos ocasiones.
-
Siempre has sido una decepción, Leo –le dijo.
Él no contestó. Nunca contestaba
cuando su madre hacía ese tipo de comentarios. Pero soñaba con huir del país
para siempre; exceptuando a Malin Frode, no se relacionaba mucho con otra
gente. Malin estaba divorciándose y a punto de dejar la empresa. A pesar de que
Leo nunca había creído que ella estuviera enamorada de él, le gustaba su
compañía. Se ayudaban mutuamente a pasar esa época difícil y se reían juntos,
aunque ni siquiera así desaparecía la rabia ni las retorcidas fantasías de Leo.
A veces le tenía verdadero miedo a Ivar Ögren, hasta se imaginaba que alguien
lo perseguía, tal vez un espía enviado por Ivar. Ya no albergaba ninguna
ilusión con respecto a él. Se esperaba cualquier cosa de su persona.
Como también se la esperaba de sí
mismo. Quizá un día se abalanzaría sobre Ivar y le haría mucho daño. O, si no,
quizá alguien atacaría a Leo por la espalda. Aunque pensaba que eso no eran más
que paranoias y tonterías, e intentaba evitarlas. Sin embargo, no cesaban. Oía
pasos tras de sí y sentía miradas que lo vigilaban furtivamente. Se imaginaba
sombras de misteriosas figuras persiguiéndolo por esquinas y callejones, y un
par de veces, cerca del parque de Humlegården, hasta llegó a darse la vuelta a
toda prisa. Pero nunca descubrió nada raro.
El viernes 15 de diciembre nevaba
aún más. Las calles y los escaparates de Estocolmo relucían con sus
decoraciones navideñas. Se fue pronto a casa, se cambió de ropa –se vistió con
unos vaqueros y un jersey de lana- y se sirvió una copa de vino tinto que puso
sobre el piano de cola. Era Bösendorfer Imperial de noventa y siete teclas. Lo
afinaba él mismo todos los lunes. La silla del piano era una Jansen de cuero
negro. Leo se sentó para interpretar una nueva composición en la que partía de
una escala dórica y aterrizaba en el sexto tono –de forma casi compulsiva, al
final de cada frase- produciendo un timbre que resultaba no sólo melancólico,
sino también agorero. Estuvo tocando durante bastante tiempo, tan inmerso y
concentrado en la música que ni siquiera oyó unos pasos que se aproximaban por
la escalera. Hasta que reparó en algo tan extraño que durante un minuto pensó
que era fruto de su excitado cerebro y su hipersensibilidad acústica. Pero es
que realmente sonaba como si alguien lo acompañara a la guitarra. Dejó de tocar
y se acercó a la puerta. ¿Debía abrirla? Pensó en gritar por la ranura del
buzón: “¿Quién anda ahí?”.
No obstante, descorrió el
cerrojo, abrió la puerta y, acto seguido, fue como si se desprendiera de la
realidad. Págs. 262-265.