LAS HUELLAS IMBORRABLES
LAS HUELLAS
IMBORRABLES
CAMILLA LÄCKBERG
(Traducción Carmen
Montes Cano)
Embolsillo, Madrid,
2012
-
Iba caminando a
buen paso por el pueblo. Fjällbacka tenía un aspecto tan extrañamente desierto
tras la marcha de los turistas, después de los agitados meses de verano… Era
como una sala de estar por la mañana después de una juerga de las grandes.
Vasos con restos de bebida, una serpentina enredada en un rincón, un gorrito de
papel ladeado en la cabeza de un invitado que se ha quedado frío en el sofá.
Aunque, en el fondo, Erica prefería esta época. El verano era demasiado
intenso, demasiado latoso. Ahora la plaza de Ingrid Bergman estaba en calma.
Maria y Mats tenían aún abierto el quiosco del centro, pero dentro de poco
cerrarían y se marcharían a atender su negocio en el norte, en Sälen, como
hacían todos los años. Y aquello era, precisamente, lo que tanto le gustaba de
Fjällbacka. Lo predecible de sus cambios. Cada año lo mismo, los mismos ciclos. Same procedure as last year. Pág. 106
-
Gösta dejó
escapar un hondo suspiro. El verano iba dejando paso al otoño lo que, para él,
implicaba en la práctica que sus rondas de golf se verían drásticamente
reducidas al mínimo. Cierto que el ambiente aún era cálido y que, en teoría,
todavía le quedaba un mes para jugar sin problemas. Pero la experiencia le
decía cómo eran las cosas en realidad. En ese mes la lluvia aguaría un par de
rondas. Las tormentas arruinarían otras cuantas. Y luego, de un día para otro,
la temperatura bajaría de agradable a insoportable. Ese era el inconveniente de
vivir en Suecia. Y tampoco es que viese las ventajas que lo compensaran. En
todo caso, el arenque fermentado*. Pero claro, podía llevarse un par de latas
en el equipaje, si decidía mudarse al extranjero. Así tendría lo mejor de esos
dos mundos. Pág. 124.
-
¿Eres tú?-
preguntó observando a quien ahora se inclinaba aún más cerca. Britta sentía el
cuerpo exánime y pesado por el sueño, del que aún no había salido por completo,
y no era capaz de moverse. Durante un minuto, ninguno de los dos dijo nada. No
había mucho que decir. Luego una certeza empezó a penetrar el cerebro maltrecho
de Britta. Los recuerdos emergieron a la superficie de la conciencia. Unos
sentimientos que habían caído en el olvido, pero que ahora chisporroteaban
despertando a la vida de nuevo. Y sintió que arraigaba en ella el miedo. El
mismo miedo del que la había liberado el olvido progresivo. En aquel momento
vio a la muerte junto al lecho, y todo su ser protestaba ante la perspectiva de
tener que abandonar ahora la vida y cuanto tenía. Se agarró a las sábanas con
fuerza, sin que los labios resecos pudiesen emitir más sonido que un murmullo
gutural. El terror se apoderó de todo su cuerpo y la hizo mover la cabeza
violentamente de un lado a otro. Desesperada, intentó comunicarse mentalmente
con Herman, hacerle llegar su grito de auxilio, como si pudiera oírla a través
de las ondas de pensamiento que ella enviaba al aire. Aunque ya sabía que era
en vano. La muerte había acudido para llevársela, pronto caería la guadaña y no
había nadie que pudiera ayudarle. Sola, moriría sola, en la cama. Sin Herman.
Sin las niñas. Sin una despedida. Y en ese momento la niebla se había esfumado
por completo y hacía mucho que no tenía la mente tan despejada. Con el miedo
zumbándole en el pecho como un animal desbocado, logró por fin exhalar un hondo
suspiro y emitir un grito. La muerte no se movió. Sólo la observaba allí
tumbada en la cama, la miraba y sonreía. No era una sonrisa inusual y,
precisamente por eso, resultaba tanto más aterradora. Luego, la muerte se
agachó y cogió entre sus manos el almohadón del lado de Herman. Britta vio
espantada cómo se acercaba lo blanco. La niebla definitiva. El cuerpo se rebeló
un instante, atosigado por la falta de aire. Intentó tomar aliento, hacer
llegar otra vez el oxígeno a los pulmones. Las manos de Britta soltaron la
sábana, manotearon frenéticas en el aire. Hallaron resistencia, tocaron piel.
Arañaron y tiraron y lucharon para poder vivir un rato más. Luego todo se
volvió negro. Págs. 260, 261.
-
SACHSENHAUSEN, 1945. Había vivido el
traslado como en una espesa niebla. Lo que mejor recordaba era que el oído le
dolía y le supuraba. Iba en el tren a Alemania, hacinado con un montón de presos
de Grini, y no podía concentrarse en otra cosa más que en el dolor de cabeza,
que parecía que iba a estallarle en mil pedazos. Ni siquiera reaccionó ante la
noticia de que iban a trasladarlos a Alemania más que con una lánguida
indolencia. En cierto modo, lo vivió como una liberación. Comprendía lo que
implicaba. Alemania significaba la muerte. No era un hecho comprobado, nadie
sabía en realidad qué les esperaba. Pero circulaban habladurías. E
insinuaciones. Y rumores sobre que allí los aguardaba la muerte. Sabían que los
llamaban presos “NN”. Nach und Nebel.
La idea era que desaparecieran, que muriesen sin juicio, sin sentencia. Que se
deslizasen sin más en la noche y en la niebla. Todos habían oído esas historias
y se habían preparado para lo que pudieran encontrarse en la estación final.
Pág. 362.
* Se trata del surströmming,
una exquisitez sueca (N. de la T.)