ISLANDIA de Sergi Bellver




AGUA DURA
SERGI BELLVER
Ediciones del Viento, A Coruña, 2013


En una de las cartas –la ha leído estos días a trozos- su hermano le contaba que los islandeses llevan el nombre de pila de su padre de por vida en el apellido y que todo el mundo encuentra siempre algún pariente en cualquier parte. Que no hace tanto que han descubierto que, a veces, suceden cosas extrañas en las familias más aisladas y los niños vienen al mundo por hornadas, como si migraran en bandadas infantiles desde alguna parte, desde donde quiera que nazcan los niños antes de que se les endurezcan los ojos y se les gaste la alegría. Que las mujeres son fuertes y resueltas, atletas con la mirada afilada y el regazo amplio, y los hombres tan grandes que se suben al coche las cajas de salmón de dos en dos. Que el pescado es increíble aquí, y que hasta el interior de la isla el viento lleva un rumor de océano, un murmullo vivo de agallas y espinas. Que he visto ballenas bramar como terneras al pie de los acantilados, decía, y orcas persiguiéndolas hasta arrinconarlas en cualquier bahía. Las madres se lanzan primero sobre la presa, exhausta, y después empujan a las orcas más jóvenes para que le devoren la lengua y las aletas, mientras el ojo de la ballena se enturbia y el arco de la bahía se tiñe de rojo. Que nunca he visto la vida y la muerte tan trenzadas como lo están en esta isla. Que he viajado días enteros sin ver un alma por los páramos, forrados por una moqueta natural de musgo y líquenes. Que en verano el sol es una cometa pesada que planea sobre el horizonte y no se pone nunca. Que en invierno cierro los ojos para recordar la luz y no perder el juicio. Que la tierra aquí rasga su corteza entre montañas para forjar un paisaje lunar, y que un día brotó del océano una isla de lava que ni siquiera estaba en los mapas. Que aquí hay almejas que viven hasta cuatrocientos años, cuánta vida, hermano, y que lo saben por los anillos de su concha, como los troncos de los árboles, que aquí no hay muchos árboles, pero hay tanto espacio que los besugos de ciudad se vuelven locos, y que el aire está tan limpio que te escuece cuando bostezas. Que hay peñascos de roca aquí y allá que la gente no se atreve a tocar, y que dice un vecino que son trolls que se convirtieron en piedra porque la luz del día les sorprendió rezagados tras sus fechorías nocturnas. Que a veces le hago una visita a uno de esos trolls, mi favorito, una mole de basalto en uno de los acantilados del sur, y pienso en qué andaría haciendo el pobre hombre ahí o si tal vez no fuera un troll melancólico. Que a lo mejor era tan dramático, el troll, que se dejó alcanzar por el sol en aquel paisaje y no en cualquier otra parte, para que el maleficio le pillara justo en ese brazo de playa, sobre la arena negra, entre las olas negras del océano y la quietud de la laguna negra a su espalda, como si el troll no fuera ahora más que un farallón negro de agua dura que tiene todo el tiempo del mundo para meditar por qué no dejó mucho antes aquella manía suya de hacer las cosas por inercia. Que aquí puedes quedarte en cueros y bañarte en el agua caliente de pozas que se abren en la nieve y que es como volver a casa, de chicos, cuando padre y madre estaban fuera y pasaba toda la tarde en la bañera, arrugándome hasta quedarme dormido, o cuando jugabas conmigo y llenábamos la bañera de cangrejos, y nos reíamos tanto al verlos resbalar una y otra vez, tan tontos, ¿te acuerdas? Que aquí por fin he encontrado mi lugar en el mundo, que te encantaría esta tierra, hermano, que si no fueras tan terco, que a ver si de una vez me escribes, que si alguna vez vinieras. Págs. 110-112


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