MI LUCHA 5: TIENE QUE LLOVER
MI LUCHA 5: TIENE QUE LLOVER
KARL OVE KNAUSGÅRD
(Traducción Kirsti
Baggethum y Asunción Lorenzo)
Editorial Anagrama,
Barcelona, 2017
Esa semana estudiamos prosa breve en la Academia. La novela
puntillista era lo último, una forma cuya historia noruega empezó con Anne, de Paal-Helge Haugen. Según se
decía, esa novela y las demás con la misma denominación se encontraban en algún
punto entre la prosa, es decir, la línea, y la poesía, es decir, el punto. La
leí, era fantástica, atravesada por una corriente de oscuridad de un modo
parecido al poema “Fuga de la muerte”, de Paul Celan, pero yo no era capaz de
escribir así ni loco, no sabía qué era lo que creaba esa corriente de
oscuridad. Aunque repasara frase por frase no se podía señalar, no se
encontraba en ningún sitio determinado, no salía como por arte de magia de
ninguna palabra determinada, sino que se posaba en todo, como un estado de
ánimo se posa en un alma. No en un determinado pensamiento o una determinada
parte del cerebro, tampoco en una determinada parte del cuerpo, como por
ejemplo, el pie o la oreja, el estado de ánimo está en todo, pero no es nada en
sí, no es más que un color en el que los pensamientos se piensan, un color por
el que se mira el mundo. En lo que yo escribía no había ningún color así, ningún
estado de ánimo en absoluto, y yo suponía que ése era el verdadero problema, la
razón por la que escribía tan mal, de un modo tan inmaduro. La cuestión era si
un color o un estado de ánimo podía conseguirse,
si se podía luchar por encontrarlo o si era algo que se tenía o no se tenía.
Págs. 170, 171.
Así caminábamos por la ciudad, tan hermosa como viva, llena
de personas y pequeñas escenas, ciclomotores y palacios; por las noches
volvíamos a la pensión a cambiarnos de ropa y luego nos íbamos a cenar. Esa noche
fuimos a un restaurante de los buenos, me sentí incómodo, no me gustó hablar
con los camareros, no me gustó que me sirvieran, no me gustó que me vieran, no
supe qué hacer en las situaciones que surgieron, desde cómo catar el vino,
hasta qué hacer con la servilleta colocada sobre el plato, pero por suerte
Yngve se ocupó de todo, y allí estábamos, comiendo bistec y bebiendo vino
tinto.
Después fumamos, bebimos grappa, que sabía a aguardiente
casero, y hablamos de nuestro padre, algo que hacíamos a menudo, nos contábamos
pequeños episodios que recordábamos de él, y discutíamos sobre lo que ocurría
ahora, sobre su vida en el norte de Noruega, que no nos resultaba lejano,
aunque sólo lo veíamos un par de veces al año y hablábamos con él por teléfono
puede que una vez al mes, porque él todavía se cernía sobre nuestra conciencia.
Yngve casi lo odiaba, o al menos era completamente intransigente respecto a él,
no se creía en absoluto que nuestro padre hubiera cambiado y deseara que
nuestra relación con él fuera diferente, no era verdad, decía Yngve, era el
mismo de siempre, no levantaba ni un dedo por nosotros, no mostraba ningún
interés por nosotros; si daba otra impresión era porque le daba por creer que
así era, no porque realmente lo fuera. Yo estaba de acuerdo, pero era mucho más
débil, hablaba con nuestro padre por teléfono, intentaba congraciarme con él y
le había enviado una carta con fotos de la Academia de Escritura, aunque en el fondo deseaba que no existiera,
incluso que se muriera.
Débil, ésa era la palabra. Pág. 296.
Nunca había pretendido llegar a ser académico. Quería
escribir, eso era lo único que deseaba, no entendía a los que no querían, cómo
podían contentarse con un trabajo normal, fuera cual fuera, profesor, cámara,
burócrata, académico, agricultor, presentador de televisión, periodista,
diseñador, publicista, pescador, camionero, jardinero, enfermero, astrónomo.
¿Cómo podía ser suficiente? Entendía que ésa era la norma, la mayoría de la
gente tenía trabajos normales, algunos centraban en ellos todo lo que poseían,
otros no, pero a mí eso me parecía carente de sentido. Si tuviera un trabajo así,
me parecería que la vida no tenía sentido, independientemente de lo bien que lo
hiciera y lo alto que llegara. Nunca sería suficiente. Se lo mencioné a Gunvor
un par de veces y ella pensaba igual que yo, sólo que al revés, entendía que yo
lo sintiera así, pero no podía identificarse con ello.
¿Qué sentimiento era ése?
No lo sabía. Era algo que no se dejaba investigar, ni
explicar, ni argumentar, no había en ello racionalidad alguna, pero al mismo
tiempo resultaba clarísimo, arrollador: para mí todo lo que no fuera escribir
carecía de sentido. Ninguna otra cosa sería suficiente, nada podría satisfacer
esa sed.
Pero ¿sed de qué?
¿Cómo podía llegar a ser tan intensa? ¿Escribir unas cuantas
palabras en un papel? ¿Algo que no fuera una tesis, un trabajo de
investigación, un análisis de algo o alguna otra forma más humilde de
escritura, sino literatura de ficción?
Era una locura, porque justamente eso era lo que no sabía
hacer. Se me daba bien escribir trabajos encargados por los profesores, y se me
daba bien escribir artículos, reseñas y entrevistas. Pero en cuanto me sentaba
a escribir literatura de ficción –que era lo único a lo que quería dedicar mi
vida, lo único que vivía como algo lo suficientemente lleno de sentido- no
podía.
Escribía cartas, entonces todo fluía, frase tras frase,
página tras página. A menudo se trataba de historias de mi vida, de cosas que
había vivido, de cosas que había pensado. Si hubiera conseguido transmitir ese
sentimiento, esa actitud, esa fluctuación hacia la prosa de ficción, podría
haberme salido bien. Pero era incapaz. Me sentaba delante del escritorio,
escribía una línea y todo se paraba, escribía otra línea y todo se paraba.
Pensé en ir a ver a un hipnotizador que pudiera
transportarme a un estado mental en el que las palabras y frases me brotaran a
chorro de la misma manera que cuando escribía cartas, eso podría funcionar,
había oído hablar de personas que habían dejado de fumar mediante hipnosis,
¿por qué no se podía hipnotizar a la gente para que escribiera de un modo
ligero y fluido?
Miré en las Páginas Amarillas, no había nadie con el título
profesional de hipnotizador, y no me atrevía a preguntar por ahí, algo así
correría como un reguero de pólvora. El hermano de Yngne quiere que lo
hipnoticen para poder escribir, así que abandoné la idea. Págs. 456, 457.