LOS GRITOS DEL PASADO





LOS GRITOS DEL PASADO
CAMILLA LÄCKBERG
(Trad. Carmen Montes Cano)
Ed. Maeva, Madrid, 2010


- Era como hablar con una pared. No tenía sentido. Anna sabía, después de tantos años con él, que Lucas estaba convencido de tener razón. Él nunca tenía la culpa. Todo lo que sucedía era siempre culpa de los demás. Cada vez que él la golpeaba, la hacía sentirse culpable porque ella no había mostrado la suficiente comprensión, el suficiente cariño, la suficiente sumisión. Pág. 70

- De niña, había vivido el miedo constante a la cólera que en su padre desataban las borracheras. Durante años tiranizó a toda la familia y convirtió a sus hijos en personas inseguras, sedientas de amor y de ternura. De los tres hermanos, sólo quedaba ella. Tanto su hermano como su hermana habían sucumbido a las tinieblas que llevaban dentro: uno volviéndolas al interior y la otra expulsándolas hacia fuera. Ella era la mediana, ni una cosa ni otra; sólo insegura y débil. No lo bastante fuerte como para despachar su inseguridad hacia dentro ni hacia fuera, sino dejándola en su interior, humeando año tras año. Pág. 125

- Ella sabía mejor que nadie cómo arañaba y hería el miedo antes de ser sustituido por una muda desesperación. Pág. 211

- Sus recuerdos vacacionales se vieron bruscamente interrumpidos por una voz melodiosa con el inconfundible acento iotacista de Lysekil. La gente solía decir que la tendencia de los estocolmeños de clase alta a sembrar de íes su dicción procedía de su vivo deseo de demostrar que veraneaban en la costa oeste. Ignoraba el porcentaje de verdad que habría en ello, pero era una buena historia. Pág. 221

- Pese a todo lo que se escribía acerca del tema de las ayudas concedidas por la UE, que llovían sobre los campesinos suecos como el maná en el desierto, Gösta sabía que la realidad era, por desgracia, bien distinta; en efecto, aquella finca, por ejeplo, ofrecía una lamentable imagen de abandono. Pág. 250

- Su madre había pasado varios años en Estados Unidos después de terminar el colegio. Antes habría causado sensación en el pueblo que alguien se fuese a Estados Unidos. Sin embargo, a mediados de los ochenta, cuando su madre se fue, ya hacía tiempo que un billete para Estados Unidos había dejado de significar un viaje sólo de ida. Eran muchas las personas cuyos hijos adolescentes se marchaban a la ciudad o al extranjero. Lo único que no había cambiado era que si alguien abandonaba la seguridad del pueblo, las malas lenguas empezaban a decir que aquello no podía terminar bien. Pág. 274

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